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martes, 22 de julio de 2014


El ascensor.  

Es por la mañana. Estoy reventado y tengo unas ganas de mear enormes. Sube una pequeña claridad por las rendijas. Siento una sacudida suave. ¡Se está moviendo! Me levanto ayudándome de la barandilla que hay a media altura y me quedo agarrado a ella. ¡Al final el ascensor en el que estoy encerrado se detiene en la planta baja! Puedo ver el rellano enfrente de mí, con la escalera a la izquierda y la puerta que da al patio a la derecha. Estoy tan contento que el insípido color gris de las paredes me parece hasta bonito. No me lo puedo creer. Me río solo y me dirijo hacia la luz y la libertad.
De repente, el ascensor arranca hacia arriba y me da tiempo justo a apartarme. La mano derecha se me raspa con el borde del techo del edificio, arrancándome un grito de dolor. Caigo de nuevo al suelo. Con la diferencia de que ahora sangro. Cambia de nuevo de dirección y regresa a la planta baja hasta detenerse, haciéndome chocar en una de las paredes laterales de la cabina. Un dolor repentino en un hombro me arranca un gemido. Retrocedo gateando de espaldas hasta el fondo de la cabina, apoyando la espalda, con los ojos desorbitados y gimiendo de terror.  
 
Siento el aire viciado. Hace ya horas que se ha sellado todo y no puedo ver ni oír. El espejo me devuelve el reflejo de un tío asustado con barba de tres días y un polo morado que ya huele a sudor y a qué sé yo. Lo tengo manchado de sangre. Me he limpiado los dedos ahí, después de desollármelos apretando botones. Desde el primero hasta el último, los quince botones que hay en el panel de control del maldito ascensor que me tiene encerrado desde ayer.
Estoy ronco de haber gritado durante toda la noche y tengo los ojos enrojecidos de llorar y de estar sin dormir. Me ha atrapado este ascensor, y todavía no sé el por qué. Digo atrapado, sí, porque está vivo. Piensa y no me deja salir, no me deja que me escape.
Miro de nuevo todo desde mi esquina donde estoy en un ovillo. Mi vista se dirige hacia arriba. Los paneles se adivinan con la poca luz que dan las bombillas de emergencia. Puedo vislumbrar uno más grande, una trampilla para acceder al techo. No me atrevo.
            Me miro mi otra mano, dormida desde ayer gracias a una descarga eléctrica que me dio al pulsar la campana de aviso. Cuando me repuse, empecé a golpear las paredes por si me oía alguien. Al momento arrancó hacia arriba a una velocidad de vértigo, para luego cambiar e ir para abajo… ¡sólo! Caí de mala manera en el suelo, dándome un golpe importante en la cabeza. Y así tres veces, hasta que chillé de terror.  
Me han dado jadeos; no soporto los espacios cerrados. Tengo el inhalador cerca, pero hay veces que no es suficiente. No sé cuándo he roto un trozo de espejo; me entretengo mirando las diferentes imágenes de cada fragmento. Muevo un poco la cabeza, y se me deforma el lado derecho. Muevo otro poco y veo dos cuellos unidos por un polo morado partido. He estado pensando que no es verdad, que no existe, que es imposible una cosa así. Pero me veo, estoy vivo, despierto… y encerrado.  
Le he insultado todo lo que he podido, para luego amenazarle. Finalmente le he suplicado. Y llorado. Parece mentira, pero he llorado amargamente, hasta que me empezó a dolerme la cabeza y la garganta. He golpeado las paredes de impotencia. Creo que ahí rompí el espejo. Su respuesta fue encerrarme más todavía. Bajó un poco y me abrió las puertas entre dos pisos... para dejarme ver el muro, un bloque de hormigón puro, irregular y descarnado. Recordé lo que me había hecho al principio y gateé hacia la parte más alejada.
Varias veces que me he puesto de pie, ha arrancado hacia arriba y abajo para tumbarme; para dejarme tirado en el suelo. Le encanta tenerme así, que pierda la esperanza de escapar. Ambos sabemos que el edificio todavía está por habitar, faltan dos semanas para que se haga la entrega oficial de llaves a los vecinos. Y aquí estoy, esperando que la cordura me devuelva a la realidad. Él también espera.  

Me despierta la luz del nuevo día, sentado en mi cárcel. Mientras dormía ha bajado de nuevo a la planta cero. Puedo ver de nuevo la misma escalera de ayer, el mismo maldito color gris de las paredes y la puerta de salida. Agarro la barandilla para incorporarme, pero doy un pequeño grito de dolor. La mano me duele. La claridad me deja ver pequeñas marcas de sangre en la barandilla, en el espejo, en algunos botones. Decido no levantarme ahora. No quiero darle el gusto de que me tire de nuevo. Prefiero esperar. Al final vendrá algún vecino, como yo, ansioso de ver cómo ha quedado su nuevo piso. Seguro que acaba pensando que me pasé de drogas anoche, pero la verdad que ya me es igual todo. Sólo pienso en salir. 

Hace unas horas me he fijado en unas marcas rojas antiguas en la rejilla metálica del suelo de mi secuestrador. Me doy cuenta de que ésta no es su primera vez. Y de que tengo una sed horrorosa. Y de que estoy que apesto desde que me meé encima. Y de que mi mano está inflamada y no tiene buena pinta. Y de que ÉL sabe todo eso, y me espera, pacientemente. Sabemos que voy a tener que intentar salir. Y pronto.
Me he incorporado con dificultad y mi rival ha subido y ha bajado unos centímetros, como avisándome de que está preparado. Miro hacia fuera, y puedo ver la puerta de salida. La noche se está echando encima.
 
ypinti

 
 

3 comentarios:

  1. Muy bueno ypinti... tiene la claustrofobia de La Cabina con J L Lopez Vazquez y la inquietud de Christine de S King. Un abrazo.

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    1. Muchas gracias por tu comentario, laflechanegra. La verdad que sí que busqué que la persona se sintiera en parte así, ante una situación desconocida y fuera incluso de la realidad.

      Gracias también por leerme y por tu aportación.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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