Experimento fallido.
Le ardía todo por dentro y el corazón le saltaba
salvajemente. Se dobló sobre sí mismo y clavó sus dos dientes delanteros en su
blanda tripa hasta sangrar, como si el dolor se pudiera ir por el agujero que
se había abierto. A través de su pelo marrón grisáceo comenzó a salir un
reguero de sangre. La paja del suelo se tiñó de rojo en un momento. Empezó a
cagar una pasta marrón verdusca, manchando su cola de ratón. Sus bigotes le
trajeron el olor característico de sus heces junto con algo químico que no
sabía descifrar.
Comenzó a convulsionar levemente y se arrastró hasta los barrotes de la jaula. Su lomo al final quedó impregnado de paja, sangre y heces. Apoyó sus patas delanteras en los barrotes. Javier, el jefe de laboratorio, se le acercó y le miró a través de sus gafas.
Comenzó a convulsionar levemente y se arrastró hasta los barrotes de la jaula. Su lomo al final quedó impregnado de paja, sangre y heces. Apoyó sus patas delanteras en los barrotes. Javier, el jefe de laboratorio, se le acercó y le miró a través de sus gafas.
–Joder, Dientes,
otra vez mal. No hay manera, pensé que ya teníamos juntos el remedio y te me
pones fatal.
Dientes mordió
los barrotes de rabia. Llevaba dos meses encerrado en un laboratorio sin razón.
Le habían privado de libertad sacándolo de su granja, donde tenía comida
abundante, todas las ratonas que quería y una panda de crías que siempre iban
tras él. Le habían dado comidas asquerosas, operado dos veces, y le habían
pinchado líquidos que olían fatal.
Pero lo que peor llevaba era los olores. Cuando se
acercaba, Javier olía siempre a agrio y a humano que apestaba. Sabía lo que
comía, lo que bebía y por dónde había pasado antes de entrar en el laboratorio.
Incluso sabía cuando se trajinaba a la becaria, pues podía olerla en sus dedos
cuando se acercaba a la jaula.
Ahora su hocico le decía que había tomado café y se había
fumado un puro de esos que tenía en el bolsillo superior de su bata blanca.
Olían genial, y se moría de ganas porque le diera uno para comérselo. Pero
tenía la maldita costumbre de quemarlo y echarlo a perder.
–Heces marrón-verdoso, convulsiona, no controla el
cuerpo, le dan ataques incontrolables con autolesiones; sin fuerza en las patas
traseras; la cola se enrosca sobre sí misma. Espuma amarilla en la boca.
Individuo con posibles dolores internos que le hacen estar en un estado de
rabia. Muerde los barrotes compulsivamente.
Pero será gilipollas el tío este, pensó Dientes. Si le doliesen a él las tripas
como a mí, a ver si no iba a estar cabreado. Aunque la verdad era que después
del retortijón y de haberse cagado a gusto, ya no le dolía tanto. Vio que
Javier acercaba la cara a los barrotes, para verlo mejor. Se puso boca arriba
con las patas encogidas. Chilló con fuerza, pateó varias veces y escupió todo
lo que pudo. Luego, se quedó quieto.
–Dientes, no
jodas, vamos, aguanta un poco, que ésta tenía que ser la buena. ¿Pero donde cojones
ha fallado? Si la cadena de ácidos era correcta. Joder, joder –dio vueltas
tirándose del pelo y atusándose el bigote.
Una corriente de aire le dijo que Javier se estaba
acercando de nuevo. Algo duro y puntiagudo le empujó desde su costado
izquierdo. Olió la tinta azul del bolígrafo. Volvió a notar el golpe. Se sintió
desplazado por la jaula hasta que un montón de sus propias cagadas lo paró.
Pero no se movió para nada. La baba le caía del lateral de su boca hasta
taparle un orificio de sus hocicos. La herida de la tripa le picaba pero,
aparte de eso, ahora no tenía ningún dolor. Se sentía perfecto, mucho mejor que
en días. Tanto que le apetecía hasta la comida asquerosa de granos que de vez
en cuando le daba Javier.
Escuchó el estribo de metal que se soltaba del barrote.
Javier estaba abriendo la puerta. Dientes
notó cómo se le movían unos pelillos en su oreja. Temió que se diera cuenta y
que se echara atrás, aunque decidió quedarse todavía quieto.
Sintió una presión en ambos lados de su cuerpo y que era
levantado del suelo de la jaula. Su cola cayó entre sus dos patas hasta tocar
la mano de Javier y sentir su calor. Olió a croissant y a tabaco de nuevo. El
olor del hierro fue muy fuerte pero luego fue disminuyendo. El viento que le
movía su pelaje le trajo olor a madera, a papel, a plásticos. Supo que ya
estaba fuera.
De repente retorció su cuello y mordió con fuerza la mano
de Javier mientras chillaba. Sus dientes atravesaron algo plástico, luego su
piel más flexible, hasta penetrar en la carne. Llegó al hueso y aunque empujó,
no pudo seguir más. Su sangre era dulce, olía a azúcar y manzanas, y a miedo.
Escuchó el grito que le traspasó sus orejas y sintió un empujón muy fuerte.
Sus dientes perdieron el contacto con la mano, pero su lengua seguía recordando
la sangre. Abrió los ojos y vio que estaba volando. Tensó el cuerpo, extendió
las patas y estiró la cola. Dio contra la pantalla de un ordenador y escuchó su
propio cuerpo rebotar. Se giró en el aire y logró caer de patas en el suelo.
Ahí sí que le tiró un poco la herida de su tripa. Miró rápidamente hacia
delante y vio la puerta abierta.
Se lanzó a la carrera y salió al pasillo. Al final vio otra puerta abierta
y corrió pegado a la pared. Escuchó la rabia que Javier lanzaba al aire. Seguía
teniendo en la boca su sabor. La carrera le trajo un viento y pudo oler de
nuevo la granja.