- ¡Toma! - era la
palabra que más veces escuchaba a lo largo del día y que siempre
iba precedida de una colleja impactando en mi nuca. Otras veces se
trataba de la risa que inundaba los pasillos del instituto después
de un empujón o una zancadilla. Al pardillo, o sea yo, no le quedaba
más remedio que levantarse y seguir caminando con la mirada clavada
en el suelo, sin decir una palabra, no fuera a ser peor. Nunca
llevaba dinero encima desde la tercera vez que alguien me golpeó
para quitármelo, entonces cambiaron de táctica y con frecuencia
hacían desaparecer mis libros o el almuerzo. Ni siquiera se
molestaron en ponerme un mote, directamente me llamaban imbécil o
capullo y asunto arreglado. Sin amigos ni profesores que hiciesen
algo por remediarlo, la vida de estudiante se había convertido en un
infierno al que tenía que acudir cada día, con excepción del fin
de semana, las vacaciones de verano y navidad. La rutina no me había
hecho inmune a las vejaciones y seguramente cualquier psicólogo
habría sido capaz de declararme poco apto para las relaciones
sociales o mentalmente inestable o algo parecido. Sin embargo, ni era
una cosa ni la otra. Tan solo me había convertido en el blanco
perfecto de cuatro tarados y, como la mayoría de los seres humanos
que habitan en el planeta, la manada únicamente tuvo que seguir al
líder. Pero al igual que hay una gota que hace rebosar el vaso, mi
sumisión y paciencia habían llegado al límite. Pasaron semanas
antes de que tomara una decisión, dado que buscaba una solución
efectiva y duradera, sin excusas ni concesiones. Una vez seguro del
plan a seguir, sólo tuve que esperar el momento adecuado.
Volví
a sentir el impacto en mi nuca, la susodicha palabra, las risas
retumbando en el habitáculo al que llamábamos clase, un miércoles,
cuando apenas estábamos sacando los libros de matemáticas de las
mochilas. Me había concienciado tanto y la escena se había
reproducido en mi cabeza tantas veces, que el movimiento resultó de
lo más natural, como si no hubiese hecho otra cosa en toda mi vida.
Para cuando cualquiera de los presentes, incluido yo, nos percatamos
de la situación, mi mano se alzaba en dirección al rostro de mi
agresor, amenazante en su intención. Los dedos asían con demasiada
fuerza la culata de la pistola que se suponía debía estar en el
armario de mi padre. Poco sabía acerca de ese trasto, salvo que era
una Smith & Wesson, que era un 38, aunque tampoco entendía de
calibres, y que con ella iba a conseguir, literalmente, que los
intestinos de aquél que estuviese delante trabajasen a toda prisa.
Lo que no entraba en mis planes era que la tensión que experimentaba
mi cuerpo iba a provocar que el dedo anular ejerciera demasiada
presión sobre el gatillo, algo que no estaba previsto que ocurriese.
Aunque no podía verme, sabía de sobra que la sustancia viscosa que
notaba en la piel sólo podían ser restos de cerebro y sangre que
quedaron esparcidos en buena parte de la estancia después del
atronador sonido producido por el arma. Todos gritaban al tiempo que
salían huyendo mientras yo me quedaba inmóvil, contemplando la
grotesca escena que había creado en pocos segundos y antes de ser
consciente de la situación, me di cuenta de que algo en el cuadro
fallaba. Al margen del asesinato de mi agresor, cosa que para ser
sincero, tampoco me había impresionado en exceso, lo que hizo que
reaccionara fue el observar un cuerpo que yacía debajo del
primero,el cual tuve que desplazar para poder descubrir de quién se
trataba. La sangre se me heló cuando por fin logré recuperar de mis
recuerdos mas recientes aquella falda a cuadros, la camisa blanca,
ahora teñida casi en su totalidad de rojo o la cruz de caravaca de
oro que descansaba sobre el pecho inerte de aquella víctima fortuita
a la que el disparo había desfigurado el rostro después
de atravesar el cráneo del abusón de turno ¿cómo iba yo a saber
que una bala era capaz de hacer eso? Pero lo cierto es que había
pasado. Comprendí mi error demasiado tarde y el dolor borró por
completo la rabia que me dominaba segundos antes para dar paso a la
histeria. La desafortunada e inesperada víctima de mi ira, no era
otra que Elena, la única persona de todo el instituto que había
sido amable conmigo, que me defendía en las pocas ocasiones en las
que eso era posible y que nunca se había burlado de mi situación.
Ella, que ahora descansaba sobre el frío suelo a causa de la
estupidez de un chaval de diecisiete años que no había sabido
enfrentarse a sus problemas con madurez y sobre todo, con
inteligencia y seguridad, que fue la única persona a la que
realmente amé, ya no existía. No dudé ni medio segundo en
introducir el cañón en mi boca y repetir el disparo.