Vistas de página en total

jueves, 31 de mayo de 2012

Daños colaterales


- ¡Toma! - era la palabra que más veces escuchaba a lo largo del día y que siempre iba precedida de una colleja impactando en mi nuca. Otras veces se trataba de la risa que inundaba los pasillos del instituto después de un empujón o una zancadilla. Al pardillo, o sea yo, no le quedaba más remedio que levantarse y seguir caminando con la mirada clavada en el suelo, sin decir una palabra, no fuera a ser peor. Nunca llevaba dinero encima desde la tercera vez que alguien me golpeó para quitármelo, entonces cambiaron de táctica y con frecuencia hacían desaparecer mis libros o el almuerzo. Ni siquiera se molestaron en ponerme un mote, directamente me llamaban imbécil o capullo y asunto arreglado. Sin amigos ni profesores que hiciesen algo por remediarlo, la vida de estudiante se había convertido en un infierno al que tenía que acudir cada día, con excepción del fin de semana, las vacaciones de verano y navidad. La rutina no me había hecho inmune a las vejaciones y seguramente cualquier psicólogo habría sido capaz de declararme poco apto para las relaciones sociales o mentalmente inestable o algo parecido. Sin embargo, ni era una cosa ni la otra. Tan solo me había convertido en el blanco perfecto de cuatro tarados y, como la mayoría de los seres humanos que habitan en el planeta, la manada únicamente tuvo que seguir al líder. Pero al igual que hay una gota que hace rebosar el vaso, mi sumisión y paciencia habían llegado al límite. Pasaron semanas antes de que tomara una decisión, dado que buscaba una solución efectiva y duradera, sin excusas ni concesiones. Una vez seguro del plan a seguir, sólo tuve que esperar el momento adecuado.
Volví a sentir el impacto en mi nuca, la susodicha palabra, las risas retumbando en el habitáculo al que llamábamos clase, un miércoles, cuando apenas estábamos sacando los libros de matemáticas de las mochilas. Me había concienciado tanto y la escena se había reproducido en mi cabeza tantas veces, que el movimiento resultó de lo más natural, como si no hubiese hecho otra cosa en toda mi vida. Para cuando cualquiera de los presentes, incluido yo, nos percatamos de la situación, mi mano se alzaba en dirección al rostro de mi agresor, amenazante en su intención. Los dedos asían con demasiada fuerza la culata de la pistola que se suponía debía estar en el armario de mi padre. Poco sabía acerca de ese trasto, salvo que era una Smith & Wesson, que era un 38, aunque tampoco entendía de calibres, y que con ella iba a conseguir, literalmente, que los intestinos de aquél que estuviese delante trabajasen a toda prisa. Lo que no entraba en mis planes era que la tensión que experimentaba mi cuerpo iba a provocar que el dedo anular ejerciera demasiada presión sobre el gatillo, algo que no estaba previsto que ocurriese. Aunque no podía verme, sabía de sobra que la sustancia viscosa que notaba en la piel sólo podían ser restos de cerebro y sangre que quedaron esparcidos en buena parte de la estancia después del atronador sonido producido por el arma. Todos gritaban al tiempo que salían huyendo mientras yo me quedaba inmóvil, contemplando la grotesca escena que había creado en pocos segundos y antes de ser consciente de la situación, me di cuenta de que algo en el cuadro fallaba. Al margen del asesinato de mi agresor, cosa que para ser sincero, tampoco me había impresionado en exceso, lo que hizo que reaccionara fue el observar un cuerpo que yacía debajo del primero,el cual tuve que desplazar para poder descubrir de quién se trataba. La sangre se me heló cuando por fin logré recuperar de mis recuerdos mas recientes aquella falda a cuadros, la camisa blanca, ahora teñida casi en su totalidad de rojo o la cruz de caravaca de oro que descansaba sobre el pecho inerte de aquella víctima fortuita a la que el disparo había desfigurado el rostro después de atravesar el cráneo del abusón de turno ¿cómo iba yo a saber que una bala era capaz de hacer eso? Pero lo cierto es que había pasado. Comprendí mi error demasiado tarde y el dolor borró por completo la rabia que me dominaba segundos antes para dar paso a la histeria. La desafortunada e inesperada víctima de mi ira, no era otra que Elena, la única persona de todo el instituto que había sido amable conmigo, que me defendía en las pocas ocasiones en las que eso era posible y que nunca se había burlado de mi situación. Ella, que ahora descansaba sobre el frío suelo a causa de la estupidez de un chaval de diecisiete años que no había sabido enfrentarse a sus problemas con madurez y sobre todo, con inteligencia y seguridad, que fue la única persona a la que realmente amé, ya no existía. No dudé ni medio segundo en introducir el cañón en mi boca y repetir el disparo.

lunes, 7 de mayo de 2012

La ira de Dios


El padre McInerny se sentó en la escalera que daba acceso a la pequeña iglesia, situada en lo alto de la colina. La edificación de piedra y madera, seguramente utilizada antaño como refugio de pastores, carecía de los lujos del templo construído en la ciudad, a unos dos kilómetros de allí, pero aún contaba con un puñado de fieles que nunca faltaban a su cita dominical.
El sacerdote llevaba en la mano un vaso y una botella del mejor güisqui que encontró en la tienda y que pagó con los donativos del cepillo. Su último pecado. Destapó la botella rompiendo el precinto y sirvió en el vaso casi hasta arriba. Bebió el líquido de un trago y repitió la operación, no era momento de andarse con remilgos. Levantó la vista hasta posar sus ojos en aquella abominación de hormigón, hierro y cristal, el mayor exponente de la decadencia humana. Si existía un lugar en la tierra donde se concentrasen todos los errores de la creación, sin duda alguna era en ese sitio. Bien lo sabía él.
Miró el reloj, sólo para comprobar que pasaban cinco minutos de las cuatro de una espléndida tarde de abril y apuró el tercer vaso. - La hora ha llegado. - dijo en voz baja mientras volvía a llenarlo y, como si de una premonición se tratase, la respuesta no se hizo esperar. Una explosión en el corazón de la ciudad hizo que los edificios de tres manzanas a la redonda quedasen reducidos en pocos segundos a escombros entre llamaradas y una nube de polvo y humo.
- ¡El poder de Dios! - exclamó ésta vez en un tono más audible y sin apenas inmutarse. El contenido de la botella menguaba rápidamente, pero al padre McInerny tampoco parecía preocuparle ese detalle, los acontecimientos en la urbe acaparaban toda su atención. Hasta sus oidos llegaba el sonido de las sirenas de ambulancias, coches de policía y bomberos e imaginó el caos que en ese mismo momento estaría reinando allá abajo. Un nuevo sonido hizo que girase la cabeza en dirección a la carretera que pasaba por delante de la iglesia y vió aproximarse un todoterreno gris, con bastante prisa, por cierto. El vehículo se detuvo en seco en el cruce que daba acceso al pequeño templo y el sacerdote comprobó que dentro iban tres adultos y un niño.
- ¡Padre! - le llamó el hombre que iba de copiloto – Vamos a ver si podemos echar una mano. Suba, quizás le necesiten.
John McInerny negó con la cabeza ante el asombro de los forasteros.
- ¡Padre, por el amor de Dios! - se notaba el nerviosismo en sus palabras - ¿Qué clase de compasión profesa usted?
- No se puede hacer nada por ellos. - respondió al tiempo que se incorporaba de su asiento. - Ya están condenados, es la voluntad de Dios.
- ¡Váyase a la mierda! - le espetó e hizo un gesto al conductor para que reanudase la marcha. El sacerdote siguió con la mirada al todoterreno mientras se alejaba velozmente y trazó la señal de la cruz a modo de bendición. Cuando el vehículo había recorrido, según sus cálculos, más de la mitad del trayecto, se produjo una nueva explosión, más potente y más destructiva, que hizo que se sintiera temblar la tierra hasta la colina. Enormes trozos de piedra, visibles desde aquella distancia, volaron en todas direcciones y una serie de explosiones más pequeñas empezaron a sucederse. Una de ellas alcanzó de lleno al vehículo, haciéndolo volar por los aires envuelto en llamas.
- La misericordia de Dios – volvió a murmurar McInerny y recogió la botella del escalón en el que la había dejado para, prescindiendo ya del vaso, dar un trago largo al bastante mermado contenido. - Un gesto curioso, sin embargo.
- No te atormentes, John. - dijo una voz a sus espaldas, no se dió la vuelta para ver a su interlocutor, conocía de sobra a quien le hablaba – No han sufrido en absoluto. Ni siquiera se han enterado.
- No soy quien para juzgar su obra. - respondió con resignación – Tú lo sabes mejor que nadie ¿Qué haces aquí, Gabriel?
- Es donde debo estar. - contestó – Sé que piensas que todo termina aquí, pero te equivocas.
La tierra se abría en enormes grietas en todas direcciones y de ellas emergían llamas en medio de explosiones, calcinando y destruyendo todo a su paso. Pronto, aquél fenómeno alcanzaría la colina.
- Bonito espectáculo. - dijo – Nada como un fuego purificador para barrer el mal ¿eh?
- Me encanta cuando sacas tu vena romántica a relucir. - bromeó Gabriel - ¿Estás preparado?
El sacerdote apuró el güisqui y lanzó la botella lo más lejos que pudo. Levantó la vista hacia el cielo primaveral y gritó.
- ¡LA IRA DE DIOS!
La colina entera estalló sin dejar vestigio alguno de su existencia.