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jueves, 14 de febrero de 2013

La musa.
He intentado evitar esta sensación que me invade y que me deja un gusto amargo en la garganta. Siento la rabia enganchada que me tira de los músculos del cuello, hasta que de puro agotamiento me fuerza a sonreír. No podía escribir. No me salía, hace días que no me salía. Me ponía frente al portátil y se me reía el puntero del ratón. Aparezco, desaparezco, aparezco, desaparezco. En medio de un desierto blanco. Siempre estaba mi musa al lado, ella, mi mujer. “Cariño, usa esta palabra con ésta para relacionarlas”; o “cariño, ¿no recuerdas lo que te pasó de crío?, retócalo y ponle un toque tétrico, o uno divertido”; o simplemente “cariño, la realidad es mejor que la ficción, mira esta noticia, y la mezclamos con la primera que dé hoy el telediario”.
Dejé incluso de ponerme en mi sitio de siempre, en la mesa del comedor frente a la esquina, donde están a un lado el cuadro de las dos geishas y al otro nuestra foto con un tigre de bengala. Me trasladé a la cama, con el portátil entre las piernas, buscando la inspiración que no llegaba. Ella me acompañó también. Se echaba en la cama, no decía nada y con cuidado se abrazaba a mi pierna dejando su cabeza a la altura de mi cadera. Sentía su cálido aliento, pero no el cálido sopor de la inspiración, de la idea que te entra como si estuvieras dormido y te invade el folio como un torrente hasta quedarse ahí, agarrada, hasta que te da permiso para que la retoques.
Ahora estoy escribiendo, pero mastico el fracaso, lo rumio, me recorre el pecho, se instala en mis pulmones, y de ahí me cierra el estómago hasta dibujarme un rictus en la cara. La cara del fracaso. Porque estoy escribiendo gracias a mi musa y, por ella, tendré mi cuento. Una vez más, he salido adelante. Me ha sacado adelante. Ya está mi primera frase, también mi última frase. Ahora sólo hay que escribir el resto: “Su brazo, desde hoy, está frío”.