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sábado, 21 de abril de 2012

Alicia


Se sintió observada y alzó la vista instintivamente. Ahí estaba, grande, esponjoso y blanco como la nieve, con aquellos ojos rojos mirándola fijamente y a la espera de una señal. O eso parecía.
Ella sonrió al tiempo que cerraba el libro que tenía sobre su regazo, pero el conejo ni se inmutó, olisqueó el aire en un acto de indiferencia y volvió a clavar los ojos en la figura de la adolescente, casi desafiante.
- Te conozco, – dijo ella mientras apoyaba la cabeza sobre el tronco del árbol bajo el que se hallaba – me han contado muchas cosas acerca de tí.
El animal siguió inmóvil mientras la joven, tras emitir un suspiro, se incorporó, aunque decidida a permanecer bajo la sombra que brindaba la encina, a pocos metros el uno del otro.
- Ella ya no está aquí, - continuó – pero se hace tarde y hay que preparar la cena. Hablemos en casa.

Se limpió la boca, bebió un sorbo de agua y eructó, satisfecha. Antes de encender un cigarrillo, apartó de su cara un mechón de pelo, de intenso y teñido rojo fuego. La esbelta figura descargó su peso sobre el respaldo de la silla sin hacer caso de las noticias que emitían por la televisión.
- Sabía que volverías tarde o temprano. - dijo ella al fin – Como te he comentado antes, mi abuela ya no está. Vuestra pequeña aventura tuvo consecuencias nefastas en ella ¿sabes? Mientras fué joven, lo achacaron a un exceso de imaginación. Se casó pronto, pero las historias no cesaron; tuvo a mi padre, y continuó con más de lo mismo,hasta que un buen día, su marido se hartó y quiso hacerla entrar en razón, por las buenas al principio y por las malas cuando se dió cuenta de que nada funcionaba.
Dió una última calada al cigarro y lo aplastó en el cenicero. Llevaba mucho tiempo con aquella rabia contenida y estaba decidida a no guardarse nada.
- Me contaron como fué el día que vinieron a por ella, los gritos, las lágrimas, todo. La encerraron en un manicomnio, donde jamás recibió ninguna visita, hasta que su hijo fué lo bastante mayor como para que le permitieran verla sin autorización. - hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y asimilar sus propias palabras – Mi padre odió a mi abuelo durante el resto de su vida por haberle privado de su madre, tal vez por eso me llevó a conocerla, a ella y a su mundo, o mejor dicho, al tuyo ¿no es así?
Se levantó de la silla, dispuesta a recoger la mesa, pero dedicó unos segundos a inspeccionar los huesos que se amontonaban en la bandeja, restos de lo que había supuesto una deliciosa cena.
- Siempre te culpó de su desgracia. - dijo – Tú la llevaste a ese lugar de locos, donde la persiguieron, la juzgaron, la condenaron y donde tuvo que sobreponerse a todas las cosas que vuestra enferma mente fué capaz de idear. No tuvisteis compasión de una niña inocente y ahora has vuelto ¿por qué? Es demasiado tarde, murió hace dos años, ya no puedes pedir perdón, aunque no creo que hayas venido para eso.
Recogió los platos, los cubiertos y los vasos, los dejó en la pila y regresó a por la fuente. Antes de tirar los huesos en el cubo de la basura, aún les dedicó unas últimas palabras.
- Yo también me llamo Alicia, en honor a mi abuela. Supongo que debo disculparme por olvidar mencionar que me encanta el conejo al ajillo, estabas riquísimo.

domingo, 8 de abril de 2012

La expulsión del paraíso.

Enterré los dedos en la tierra fresca y repté entre los árboles nudosos hasta quedar agazapado en unas raíces. Sujeté mi fusil de madera y me puse a esperar. Las sombras del atardecer dominaban la hondonada del Vigal, solar donde estábamos jugando. Paolo se acercó por el camino, agachado y con la espada de madera resbalando y dejando un surco delator. Su rodilla izquierda sangraba por una herida medio tapada por el barro. Un pequeño reguero había llegado hasta su calcetín, dejando una huella roja. Le hice una seña y corrió hasta mi refugio.
-Oye, agáchate, que nos pueden descubrir.
-Ya, pero es que me he caído y me he manchado. Ya no quiero jugar más.
-Jo, qué chula. Es una herida muy guay, además te sale marca, como si te hubieran disparado.
-Pues es verdad-dijo Paolo, mientras enseñaba la rodilla y se echaba la espada al hombro, con aires de suficiencia-. Puedo decir que fueron unos contrabandistas.
-O unos indios, que te rozaron con una flecha envenenada.
-Si estaba envenenada me hubieran matado, listo.
-No es verdad, los héroes nunca se mueren de veneno. Podemos coger unas hierbas de este árbol y frotarte la pierna, y así te salvo.
Los dos oímos el sonido a la vez. Nos miramos y buscamos la protección de las raíces. Yo saqué el fusil por encima de una de ellas, y Paolo echó la espada hacia atrás, en posición de ataque.  
Entre un montón de vigas de madera apareció un niño más pequeño que nosotros. Iba con un palo dando golpes a las matas que tenía enfrente de sus pies. Por su aspecto, era uno de los gitanos que acampaban en el otro lado del solar. En uno de sus golpes levantó la vista y nos vio. Se detuvo en seco. Al ser descubiertos, Paolo y yo nos levantamos y abandonamos nuestro refugio, dando unos pasos en su dirección.
Era un niño más bajo que yo, muy delgado con los brazos largos que le daban el aspecto de un monito. El pelo era de color oscuro, corto por delante y una larga melena por detrás, llena de trasquilones y pegotes de barro que le hacía parecer un guerrero con un casco antiguo. Iba descalzo y al fijarme en sus pies me di cuenta que nunca conocieron lo que eran unos zapatos. Vestía un pantalón corto de color imposible, con una pernera más grande que la otra. Su camiseta se le sostenía sobre un pedazo de tela colgando de su hombro, con un agujero en el costado derecho que permitía ver todas sus costillas. El resto de su cuerpo no oculto por los jirones demostraba la capacidad del ser humano de almacenar suciedad sin que cayera al suelo.
Se acercó a nosotros con pasos cautelosos hasta quedar a nuestro lado, callado. Sin darnos cuenta, Paolo y yo nos juntamos un poco más. Notamos su olor al momento, muy denso y acre, tan dominante que dejamos de respirar la tierra húmeda del ambiente. Arrugué un poco la nariz. El niño se acercó otro paso hacia mí y levantó su cabeza. Con aire de insolencia y desafío, entornó los ojos y juntó las cejas. Pudimos ver sus brazos y piernas llenos de morados y cicatrices. En la mano izquierda le faltaban dos dedos dejándole un aspecto de garra de ave. Pero lo que nos dio miedo fue su mirada; era profunda, intensa, y hablaba de cosas que no comprendíamos. Paolo y yo nos dimos cuenta de que ese niño flaco y pequeño era mucho mayor y que había conocido cosas que no podíamos imaginar en nuestras historias de contrabandistas y piratas.
Sentí un leve movimiento en el fusil de madera que tenía al costado. El niño lo había agarrado con la mano deforme. Lo sujeté con fuerza y lo acerqué a mí. El gitanillo dio un violento tirón para conseguir su presa, pero no pudo hacerse con él pues lo tenía muy agarrado. Nos miró y lanzó un gruñido gutural, salvaje. La cara la tenía deformada y enseñaba los dientes como un perro a punto de atacar. Paolo y yo dimos un paso atrás y en un segundo tirón mi fusil de madera quedó con él. Al tenerlo ya consigo, se agachó tensando el brazo donde llevaba el palo mientras lanzaba otro rugido. Nos quedamos petrificados. Al ver que no hacíamos nada, lanzó el palo a mis pies, como si fuera una ofrenda. Sujetó el fusil con las dos manos y se le dibujó una mueca en la cara como si fuera una sonrisa. Sin más, se dio la vuelta y salió corriendo hasta perderse por las vigas de donde había salido.