Se
sintió observada y alzó la vista instintivamente. Ahí estaba,
grande, esponjoso y blanco como la nieve, con aquellos ojos rojos
mirándola fijamente y a la espera de una señal. O eso parecía.
Ella
sonrió al tiempo que cerraba el libro que tenía sobre su regazo,
pero el conejo ni se inmutó, olisqueó el aire en un acto de
indiferencia y volvió a clavar los ojos en la figura de la
adolescente, casi desafiante.
-
Te conozco, – dijo ella mientras apoyaba la cabeza sobre el tronco
del árbol bajo el que se hallaba – me han contado muchas cosas
acerca de tí.
El
animal siguió inmóvil mientras la joven, tras emitir un suspiro, se
incorporó, aunque decidida a permanecer bajo la sombra que brindaba
la encina, a pocos metros el uno del otro.
-
Ella ya no está aquí, - continuó – pero se hace tarde y hay que
preparar la cena. Hablemos en casa.
Se
limpió la boca, bebió un sorbo de agua y eructó, satisfecha. Antes
de encender un cigarrillo, apartó de su cara un mechón de pelo, de
intenso y teñido rojo fuego. La esbelta figura descargó su peso
sobre el respaldo de la silla sin hacer caso de las noticias que
emitían por la televisión.
-
Sabía que volverías tarde o temprano. - dijo ella al fin – Como
te he comentado antes, mi abuela ya no está. Vuestra pequeña
aventura tuvo consecuencias nefastas en ella ¿sabes? Mientras fué
joven, lo achacaron a un exceso de imaginación. Se casó pronto,
pero las historias no cesaron; tuvo a mi padre, y continuó con más
de lo mismo,hasta que un buen día, su marido se hartó y quiso
hacerla entrar en razón, por las buenas al principio y por las malas
cuando se dió cuenta de que nada funcionaba.
Dió
una última calada al cigarro y lo aplastó en el cenicero. Llevaba
mucho tiempo con aquella rabia contenida y estaba decidida a no
guardarse nada.
-
Me contaron como fué el día que vinieron a por ella, los gritos,
las lágrimas, todo. La encerraron en un manicomnio, donde jamás recibió ninguna visita, hasta que su hijo fué lo bastante mayor
como para que le permitieran verla sin autorización. - hizo una
pausa para ordenar sus pensamientos y asimilar sus propias palabras –
Mi padre odió a mi abuelo durante el resto de su vida por haberle
privado de su madre, tal vez por eso me llevó a conocerla, a ella y
a su mundo, o mejor dicho, al tuyo ¿no es así?
Se
levantó de la silla, dispuesta a recoger la mesa, pero dedicó unos
segundos a inspeccionar los huesos que se amontonaban en la bandeja,
restos de lo que había supuesto una deliciosa cena.
-
Siempre te culpó de su desgracia. - dijo – Tú la llevaste a ese
lugar de locos, donde la persiguieron, la juzgaron, la condenaron y
donde tuvo que sobreponerse a todas las cosas que vuestra enferma
mente fué capaz de idear. No tuvisteis compasión de una niña
inocente y ahora has vuelto ¿por qué? Es demasiado tarde, murió
hace dos años, ya no puedes pedir perdón, aunque no creo que hayas
venido para eso.
Recogió
los platos, los cubiertos y los vasos, los dejó en la pila y regresó
a por la fuente. Antes de tirar los huesos en el cubo de la basura,
aún les dedicó unas últimas palabras.
-
Yo también me llamo Alicia, en honor a mi abuela. Supongo que debo
disculparme por olvidar mencionar que me encanta el conejo al ajillo,
estabas riquísimo.