La
temperatura del asfalto no hacía sino empeorar la carrera de la
hormiga, bajo un sol de justicia, en un día cualquiera de agosto. Su
preciosa carga era una dificultad añadida, pero en eso consistía su
trabajo. Esa sensación abrasiva envolvía su diminuto aunque robusto
cuerpo. Estaba preparada para afrontar las tareas más extremas, aún
a costa de su vida; la colonia estaba por encima de todo.
Ni
una sola nube en el cielo. Mal día para seguir un rastro antiguo,
separándose así del grupo, pero ya estaba hecho y no había vuelta
atrás. Afortunadamente, aquello tenía su parte positiva, por
increíble que pudiese parecer. La misma fuente de sufrimiento
actuaba como medida de seguridad. No había divisado aún ningún
tipo de peligro, prueba de que el sofocante calor había sido capaz
de disuadir a otras criaturas de salir de su refugio. Por encima de
todo, su tranquilidad se sustentaba principalmente en la ausencia de
humanos. Para ellas, aquellos seres eran destructores, aniquiladores
sin conciencia, siempre dispuestos a disfrutar con el dolor ajeno,
carentes de emociones y considerados extremadamente peligrosos. Pero
hoy no.
No
faltaba mucho para abandonar la infernal superficie de la carretera y
adentrarse por los caminos de tierra, infinitamente más frescos y
seguros, llenos de árboles y arbustos donde encontrar cobijo. De
pronto, todo se oscureció, como si el sol se hubiese apagado y no
tuvo ninguna duda, su suerte volvía a cambiar.
Se
preparó para el momento, con la esperanza de que fuese rápido e
indoloro. Había visto ya muchas atrocidades cometidas por aquellas
criaturas; hormigueros quemados, hermanas con sus extremidades
amputadas y cuerpos corriendo sin cabeza o aplastadas bajo los
descomunales pies. Pero cuando ya se había abandonado a su suerte,
la luz volvió a brillar con su habitual intensidad. Volvió la
cabeza para asegurarse de que no se trataba de una alucinación, solo
para comprobar que, efectivamente, el peligro había pasado. El
humano permanecía de pie, observándola a poca distancia, sin
moverse un ápice.
-
¿Será la prueba de que, en realidad, poseen alma? - se preguntó la
hormiga al tiempo que reanudaba la marcha. - No me creerán cuando lo
cuente en casa.
El
joven observaba cómo la hormiga acarreaba un grillo, sujetándolo
entre sus poderosas mandíbulas, con curiosidad. Le fascinaban
aquellos diminutos seres, capaces de levantar cincuenta veces su
propio peso y poseedoras de una organización perfecta.
-
Menos mal que sois así de pequeñas, – pensó mientras palpaba los
bolsillos del pantalón – si no, seríais el depredador más
temible sobre la faz de la tierra.
Finalmente,
encontró lo que andaba buscando. Lupa en mano, murmuró:
-
Día de quema, chica ¿estás preparada?