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sábado, 29 de septiembre de 2012

Un tema candente


La temperatura del asfalto no hacía sino empeorar la carrera de la hormiga, bajo un sol de justicia, en un día cualquiera de agosto. Su preciosa carga era una dificultad añadida, pero en eso consistía su trabajo. Esa sensación abrasiva envolvía su diminuto aunque robusto cuerpo. Estaba preparada para afrontar las tareas más extremas, aún a costa de su vida; la colonia estaba por encima de todo.
Ni una sola nube en el cielo. Mal día para seguir un rastro antiguo, separándose así del grupo, pero ya estaba hecho y no había vuelta atrás. Afortunadamente, aquello tenía su parte positiva, por increíble que pudiese parecer. La misma fuente de sufrimiento actuaba como medida de seguridad. No había divisado aún ningún tipo de peligro, prueba de que el sofocante calor había sido capaz de disuadir a otras criaturas de salir de su refugio. Por encima de todo, su tranquilidad se sustentaba principalmente en la ausencia de humanos. Para ellas, aquellos seres eran destructores, aniquiladores sin conciencia, siempre dispuestos a disfrutar con el dolor ajeno, carentes de emociones y considerados extremadamente peligrosos. Pero hoy no.
No faltaba mucho para abandonar la infernal superficie de la carretera y adentrarse por los caminos de tierra, infinitamente más frescos y seguros, llenos de árboles y arbustos donde encontrar cobijo. De pronto, todo se oscureció, como si el sol se hubiese apagado y no tuvo ninguna duda, su suerte volvía a cambiar.
Se preparó para el momento, con la esperanza de que fuese rápido e indoloro. Había visto ya muchas atrocidades cometidas por aquellas criaturas; hormigueros quemados, hermanas con sus extremidades amputadas y cuerpos corriendo sin cabeza o aplastadas bajo los descomunales pies. Pero cuando ya se había abandonado a su suerte, la luz volvió a brillar con su habitual intensidad. Volvió la cabeza para asegurarse de que no se trataba de una alucinación, solo para comprobar que, efectivamente, el peligro había pasado. El humano permanecía de pie, observándola a poca distancia, sin moverse un ápice.
- ¿Será la prueba de que, en realidad, poseen alma? - se preguntó la hormiga al tiempo que reanudaba la marcha. - No me creerán cuando lo cuente en casa.
El joven observaba cómo la hormiga acarreaba un grillo, sujetándolo entre sus poderosas mandíbulas, con curiosidad. Le fascinaban aquellos diminutos seres, capaces de levantar cincuenta veces su propio peso y poseedoras de una organización perfecta.
- Menos mal que sois así de pequeñas, – pensó mientras palpaba los bolsillos del pantalón – si no, seríais el depredador más temible sobre la faz de la tierra.
Finalmente, encontró lo que andaba buscando. Lupa en mano, murmuró:
- Día de quema, chica ¿estás preparada?



domingo, 16 de septiembre de 2012

Pañuelo y cerezas.

            El jugo de la cereza se le escapó de la boca, alcanzando una arruga y discurriendo por ella. Los labios resecos y retraídos no podían retener el zumo de la fruta madura. Sacó una lengua hinchada, blancuzca, que reptó por la barbilla buscando las gotas prófugas. Ella miró a Ismael con ojos cómplices y se rió con un ruido líquido que le afluía de sus pulmones encharcados. Asomaron sus encías teñidas de rojo y carne.
            -Esta sí que estaba buena, hijo mío. Muy rica-alargó la última palabra para dar más énfasis, mientras levantaba apenas su brazo izquierdo, atrapado por cables que lo lastraban al gotero.
            -Claro, abuela, las mejores del mercado. Jesús el frutero me las apartó porque sabía que eran para ti.
            Ismael le puso en la boca otra cereza enorme y madura. Ella la atrapó con las encías y la machacó con un gesto calculado. De nuevo el jugo se desbordó manchando su barbilla. Levantó su mano derecha para enjugarse con el pañuelo de papel. Tenía los dedos huesudos, muy rojos, que contrastaban con la blancura del pañuelo y su cara pálida.
            -En un rato buscamos a tu abuelo, hijo mío.
            -Abuela, el yayo murió hace casi ya diez años. ¿No te acuerdas? Ahora estamos aquí en el hospital porque estás mala.
            De nuevo apareció la risa líquida para acabar en una tos áspera que le obligó a levantar la cabeza de la almohada.
            -Qué tonto eres, hijo mío. El abuelo dejará ahora al General en el cuartel y vendrá aquí a casa. Siempre hace lo mismo desde que acabó la guerra. Mira, en la otra habitación tengo secando un vestido muy bonito. Me lo pongo y salimos los dos a esperarlo a la calle. Seguro que se alegra. Nos llevará a la plaza y nos comprará barquillos.
            Intentó levantarse incorporando la cabeza y se dio impulso con las manos en el aire, buscando un asidero imposible. Ismael se levantó y le puso las manos en los hombros.
            -Espera, abuela, descansa aquí que aún falta hasta que venga. Yo te iré a buscar el vestido. Mientras, ¿quieres otra cereza? Acábalas, que quedan pocas –Ismael cogió dos o tres del cuenco que estaba encima de la mesa blanca, junto a un vaso medio lleno de agua y un pequeño colgante con un crucifijo.
            Ella sonrió y abrió la boca como una niña que espera la golosina. Ismael quitó el hueso de ellas y le dio la pulpa.
            -Salgo a por el vestido y vengo en un momento. No te me vayas, ¿eh abuela?
            -No, hijo. Me quedo aquí. Además la vecina me dijo que vendría a traerme unos retales y no quiero que entre sin estar yo.
            Ismael salió de la habitación y se dirigió al control de enfermeras de planta. Estaba vacío y tuvo que esperar unos minutos. Miró a ambos lados del largo pasillo. Aparte de un carro apoyado en la pared, no había otra cosa que silencio, alumbrado con una luz tenue. Se fijó que tenía los dedos manchados de un color rosado. Sonrió, y sacó un pañuelo. Intentó sin éxito quitarse las manchas frotando con fuerza. Fastidiado, levantó la vista. El olor a medicamentos y a silencio de soledad le fue poniendo impaciente. Al final, apareció una enfermera que salía de una habitación. Tenía gesto de cansada, y estaba algo despeinada debajo de su cofia. Le pidió un sedante para que su abuela pasara tranquila la noche. Maquinalmente, se giró y sacó una pastilla gris de un cajón. Le dio las gracias. Ella musitó un “de nada” y se puso a leer una revista apoyándose en el mostrador.
            Volvió de nuevo. Al entrar, todo había cambiado. Su abuela seguía en la cama tumbada. Miraba fijamente el techo con los ojos muy abiertos. La mano izquierda yacía sobre su regazo, con los dedos levantados en forma de saludo. La derecha la tenía abierta hacia arriba, en ella el pañuelo con manchas rojas como muda oferta de su último regalo. En su boca abierta quedaban restos de fruta que no había podido acabar. La barbilla la tenía de nuevo manchada con un ancho surco que le llegaba al cuello, tiñendo de rojo el borde de su camisón.
Ismael caminó varios pasos hasta su cama, y lentamente alargó su mano. Con cuidado, la acarició con dos dedos, siguiendo el camino rojo, hasta su mejilla.
Ella tenía razón. El abuelo había venido a buscarla. Había unas pocas cerezas todavía en el cuenco. Ismael las cogió en un puñado, y mirando orgulloso a su abuela se las comió, dejando que el jugo le manchara como a ella.