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lunes, 31 de diciembre de 2012

La doble victoria


- ¿Doctor Morales? - preguntó al hombre que acababa de cruzar el cordón policial – Soy el subinspector Bermejo.
- Encantado. - respondió al tiempo que se estrechaban la mano. - Según me han dicho, podría tratarse de un paciente mío.
El agente sacó de su bolsillo una libreta y fue pasando hojas hasta dar con las últimas anotaciones.
- Varón de raza blanca, de cuarenta y tantos, pelo negro teñido, metro setenta y seis y respondía al nombre de Santiago Herrera ¿es él?
- Efectivamente ¿puedo verle?
- El forense está rellenando el papeleo, creo que disponemos de unos minutos. - dudó un momento, como si no encontrase las palabras – No es muy agradable, se lo advierto.
El doctor asintió y siguió los pasos del subinspector a través de los pasillos mal iluminados de la finca. Subieron por el ascensor hasta la séptima planta y continuaron por un nuevo pasillo hasta la puerta setecientos nueve. Todo parecía sacado de una serie policial; guantes de látex, varios agentes tomando notas, el forense echando un último vistazo al cadáver, sangre en la moqueta...El médico se acercó hasta el lugar donde se hallaba cuerpo de su ahora ex paciente.
- ¿Qué opina? - preguntó el policía.
- Creo que finalmente, Carlos y Santiago ajustaron cuentas. – respondió con tristeza.
- ¿De qué está hablando?
- Ambos se odiaban y habían jurado matarse el uno al otro. - levantó la vista y clavó sus ojos en los del subinspector – Por eso venían a mi consulta.
- El tal Carlos ¿también es paciente suyo? - volvió a preguntar - ¡Por dios, doctor! Dígame quién es, donde vive, tenemos que detenerle ¡ya mismo!
- ¡Tranquilícese! Todo lo que necesita está aquí.
- O empieza a hablar o haré que le detengan por obstrucción.
- Verá, es muy sencillo. - dijo el doctor – Santiago Herrera sufría de un trastorno de identidad disociativo, Carlos era su álter ego y, por lo que veo, - suspiró como si todo aquello fuese producto de una mala noche – ambos llevaron a cabo su amenaza.

viernes, 23 de noviembre de 2012

El exterminador


Exhausto y satisfecho. Así es como debe sentirse un guerrero al concluir la batalla, señal de que ha hecho un buen trabajo. Así es como me siento al observar los cadáveres apilados frente a mi. No hay remordimientos, es un síntoma de debilidad que el enemigo detecta al primer atisbo. Ni se pide clemencia, ni se otorga. Hay leyes no escritas en éste negocio que deben respetarse.
El calor es sofocante. Mientras guardo las armas, noto el sudor correr por mi espalda y las gotas que se forman en mi frente. Ha sido una lucha feroz, la más dura que puedo recordar, pero el resultado ha sido impecable. Todos han sido aniquilados y mi señor quedará complacido, lo que supondrá una cuantiosa recompensa que gastaré en mujeres y vino, los pocos placeres que alguien como yo debe permitirse.
Aún dedico unos segundos a contemplar mi obra. Miembros amputados, cráneos aplastados, sangre que empieza a coagularse, restos de una vida miserable segada por la inagotable sed del guerrero...
- ¡Niño! - escucho gritar detrás de mi – ¡Recoge tus cosas que nos vamos! Tenemos una plaga de cucarachas en el centro.
- ¿Qué hacemos con las ratas? - pregunto con indiferencia.
- Déjalo, que la señora me ha dicho que ya se ocupan ellos ¡Vámonos ya!
Y así, orgulloso y con la ilusión de un nuevo desafío, abandono el campo de batalla. La gente me conoce como el exterminador y ese nombre es el que mejor me define.

lunes, 22 de octubre de 2012

Cuando Sueño


- ¿Se puede fumar? - pregunté tímidamente, convencido de tener esa mirada que oscila entre la picaresca y la timidez, tantas veces practicada y perfeccionada durante mi niñez, cada vez que deseaba conseguir cualquier cosa que se me antojase inalcanzable.
- No, señor López, no se puede. - fué la respuesta que obtuve del doctor Gómez, un hombre bajito, calvo, de unos cuarenta y pocos años que siempre iba enfundado en su impoluta bata blanca y con aquellas gafas de armazón redondo, grande y dorado. - Además, debo recordarle que usted no fuma.
-¿No? Que raro. - dije mientras intentaba rescatar de entre mis recuerdos una mínima pista que me permitiese rebatir aquella afirmación. Intento fallido.
- Cuénteme qué es lo que le preocupa.
- Anoche volví a tener ese sueño, - mi voz, de pronto, sonaba nerviosa, casi rota – ya sabe cual, el de las armas, las bombas y la sangre.
- Continúe. - dijo sin emoción alguna, sin levantar la vista de su maldita libreta de apuntes y muy probablemente, sin ningún tipo de interés. Pero para eso le pagaba, para escuchar mis problemas, mis preocupaciones, mis emociones, sin necesidad de implicarse o sentir empatía. Solo escuchar, que a fin de cuentas, fue lo que hizo.
Durante algo más de cuarenta y cinco minutos, según el reloj de pared que adornaba en solitario una amplia y blanca pared del despacho, describí con la mayor cantidad de detalles que pude, el horror y el asco que produjo en mí la pesadilla de la noche anterior. La sangre que brotaba a mi paso, entre las lúgubres calles de una ciudad decadente y sucia. Personas cayendo sin vida bajo el estruendo de cañones sostenidos por mis manos, o los trozos de carne, visceras y metralla, esparcidos por doquier, efecto de la onda expansiva de una bomba casera. Describí los rostros desfigurados, los cuerpos con alguna extremidad amputada o carentes de todas ellas, los ojos apagados y aquella risa que retumbaba por todos lados, como amplificada en un equipo de alta fidelidad. Mi risa. Aún allí, en la consulta del doctor Gómez, podía percibir la mezcla de olores entre carne quemada y pólvora.
Los minutos transcurrieron cruelmente despacio, convirtiendo aquella exposición de la pesadilla en un suplicio y ni aún así, la persona que se hallaba a un escaso metro de mí, fué capaz de generar un solo sonido o movimiento que le delatase como humano. Hasta que terminé de narrar la tragedia que me atormentaba y decidió tomar parte en la historia.
- Veamos, Señor López, - empezó mientras iba pasando las hojas de una carpeta, hasta dar con lo que buscaba – si, aquí está. Según el informe de la policía, el veintinueve de marzo de éste año, exactamente a las diez y siete minutos de la mañana de aquél jueves, usted entró en un centro comercial, sacó un arma del calibre treinta y ocho y disparó sin detenerse siquiera a apuntar. Recargó dos veces el arma, vaciando los tres cargadores en la distancia que va desde la entrada principal, hasta la tercera salida de emergencia. El resultado fue de trece muertos y siete heridos, dos de ellos graves. Desde allí se dirigió en coche hasta la casa de Isabel Martínez y Alberto Ibañez, sus suegros, a los que mató a sangre fría con un cuchillo de su propia cocina. Ésto sucedía tan solo 29 minutos después de haber abandonado el centro comercial. Los cadáveres fueron hallados aproximadamente dos horas más tarde. Pero su “ópera prima” estaba aún por llegar. A las catorce horas y quince minutos, es decir, en plena hora punta, un artefacto de fabricación casera y programado por usted, hizo explosión en el andén más concurrido del metro de la ciudad ¿resultado? setenta y cuatro muertos y más de doscientos heridos. Le detuvieron en su casa, mientras buscaba a su mujer y a sus hijos que, afortunadamente, habían salido temprano porque una amiga de la familia les llamó para invitarles a pasar el día en el campo. Así que no, yo no lo llamaría un sueño ¿alguna pregunta?
- ¿Quería matar a mi mujer y a mis hijos? - murmuré atónito – ¡No puede ser! ¡Yo les quiero!
- Señor López, - me respondió – cada vez que usted sueña, algo o alguien muere. Está todo en los informes.
- No entiendo nada, doctor.
- Se ha pasado toda la vida yendo de psiquiatra en psiquiatra por culpa de esos sueños y sus consecuencias. - extrajo un par de cigarrillos del bolsillo de su bata, encendió ambos y me ofreció uno a la vez que me guiñaba un ojo – Rompamos las reglas, solo por hoy.
- Gracias. - alcancé a decir al tiempo que aceptaba el pitillo. No sabía muy bien como encajar todo aquello.
- Parece que sufre una especie de amnesia selectiva, la cual le impide recordar ciertos sucesos desagradables de su vida. Por ejemplo, en el primer informe de su historial, se recoje una escena bastante grotesca en la cual se vió implicado el gato de su vecina. Por supuesto, la noche anterior, usted, con tan solo nueve años, había pasado una noche de terribles pesadillas, según el testimonio de su madre.
Dió una larga calada, otorgando unos segundos de silencio para que mi mente pudiese asimilar los la información, o al menos eso me pareció.
- Hay muchas historias parecidas en éstos informes. - continuó – Una novia que se libró por los pelos, pero que se llevó de recuerdo algunos golpes. Un amigo desaparecido, aunque nadie pudo jamás probar su implicación. Constan denuncias por agredir a mendigos, maltrato animal, en muchos casos con resultado de muerte e incluso se le acusó de prácticas de ritos satánicos. La lista, créame, es muy larga y muchos casos son realmente estremecedores.
No me encontraba demasiado bien, sentía el estómago un poco revuelto y lo único que deseaba era irme a casa, poder descansar. Pero el doctor Gómez no parecía dispuesto a ponérmelo fácil y siguió con su exposición.
- Todo acto que se le atribuye, de alguna manera, está relacionado con esos sueños ¿por qué? aún no lo sabemos. Pudiera ser un desdoblamiento de la personalidad, esquizofrenia paranoide, locura temporal ¿quién sabe?
- Doctor ¿cuándo podré irme? - pregunté con angustia.
- ¿Irse? - dijo con irritante ironía – Usted no abandonará ésta institución mental jamás, señor López. Usted es un paciente que nos ilusiona, que nos trae nuevos retos, que desafía nuestros métodos. No, no se irá nunca de aquí, es nuestro nuevo conejillo de indias y somos muy celosos con nuestros juguetes nuevos.
- Doctor, hay una cosa que aún no le he contado de mi sueño de anoche. - dije con odio, con el desprecio que empezaba a sentir por el individuo que se hallaba a unos pocos centímetros de mi, que me desafiaba con su bata blanca y sus ridículas gafas – No le he dicho que al final del sueño, hubo una última víctima, a la que torturaba y destripaba de la peor manera posible. Esa persona, doctor, era usted.
Y ví con satisfacción como el rostro de aquél hombrecillo, tan seguro y endiosado de sí mismo, palidecía y se contraía de miedo, cómo su cuerpo temblaba ante la idea de que, como en anteriores ocasiones, todo lo que sucede cuando sueño pueda convertirse en realidad.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Un tema candente


La temperatura del asfalto no hacía sino empeorar la carrera de la hormiga, bajo un sol de justicia, en un día cualquiera de agosto. Su preciosa carga era una dificultad añadida, pero en eso consistía su trabajo. Esa sensación abrasiva envolvía su diminuto aunque robusto cuerpo. Estaba preparada para afrontar las tareas más extremas, aún a costa de su vida; la colonia estaba por encima de todo.
Ni una sola nube en el cielo. Mal día para seguir un rastro antiguo, separándose así del grupo, pero ya estaba hecho y no había vuelta atrás. Afortunadamente, aquello tenía su parte positiva, por increíble que pudiese parecer. La misma fuente de sufrimiento actuaba como medida de seguridad. No había divisado aún ningún tipo de peligro, prueba de que el sofocante calor había sido capaz de disuadir a otras criaturas de salir de su refugio. Por encima de todo, su tranquilidad se sustentaba principalmente en la ausencia de humanos. Para ellas, aquellos seres eran destructores, aniquiladores sin conciencia, siempre dispuestos a disfrutar con el dolor ajeno, carentes de emociones y considerados extremadamente peligrosos. Pero hoy no.
No faltaba mucho para abandonar la infernal superficie de la carretera y adentrarse por los caminos de tierra, infinitamente más frescos y seguros, llenos de árboles y arbustos donde encontrar cobijo. De pronto, todo se oscureció, como si el sol se hubiese apagado y no tuvo ninguna duda, su suerte volvía a cambiar.
Se preparó para el momento, con la esperanza de que fuese rápido e indoloro. Había visto ya muchas atrocidades cometidas por aquellas criaturas; hormigueros quemados, hermanas con sus extremidades amputadas y cuerpos corriendo sin cabeza o aplastadas bajo los descomunales pies. Pero cuando ya se había abandonado a su suerte, la luz volvió a brillar con su habitual intensidad. Volvió la cabeza para asegurarse de que no se trataba de una alucinación, solo para comprobar que, efectivamente, el peligro había pasado. El humano permanecía de pie, observándola a poca distancia, sin moverse un ápice.
- ¿Será la prueba de que, en realidad, poseen alma? - se preguntó la hormiga al tiempo que reanudaba la marcha. - No me creerán cuando lo cuente en casa.
El joven observaba cómo la hormiga acarreaba un grillo, sujetándolo entre sus poderosas mandíbulas, con curiosidad. Le fascinaban aquellos diminutos seres, capaces de levantar cincuenta veces su propio peso y poseedoras de una organización perfecta.
- Menos mal que sois así de pequeñas, – pensó mientras palpaba los bolsillos del pantalón – si no, seríais el depredador más temible sobre la faz de la tierra.
Finalmente, encontró lo que andaba buscando. Lupa en mano, murmuró:
- Día de quema, chica ¿estás preparada?



domingo, 16 de septiembre de 2012

Pañuelo y cerezas.

            El jugo de la cereza se le escapó de la boca, alcanzando una arruga y discurriendo por ella. Los labios resecos y retraídos no podían retener el zumo de la fruta madura. Sacó una lengua hinchada, blancuzca, que reptó por la barbilla buscando las gotas prófugas. Ella miró a Ismael con ojos cómplices y se rió con un ruido líquido que le afluía de sus pulmones encharcados. Asomaron sus encías teñidas de rojo y carne.
            -Esta sí que estaba buena, hijo mío. Muy rica-alargó la última palabra para dar más énfasis, mientras levantaba apenas su brazo izquierdo, atrapado por cables que lo lastraban al gotero.
            -Claro, abuela, las mejores del mercado. Jesús el frutero me las apartó porque sabía que eran para ti.
            Ismael le puso en la boca otra cereza enorme y madura. Ella la atrapó con las encías y la machacó con un gesto calculado. De nuevo el jugo se desbordó manchando su barbilla. Levantó su mano derecha para enjugarse con el pañuelo de papel. Tenía los dedos huesudos, muy rojos, que contrastaban con la blancura del pañuelo y su cara pálida.
            -En un rato buscamos a tu abuelo, hijo mío.
            -Abuela, el yayo murió hace casi ya diez años. ¿No te acuerdas? Ahora estamos aquí en el hospital porque estás mala.
            De nuevo apareció la risa líquida para acabar en una tos áspera que le obligó a levantar la cabeza de la almohada.
            -Qué tonto eres, hijo mío. El abuelo dejará ahora al General en el cuartel y vendrá aquí a casa. Siempre hace lo mismo desde que acabó la guerra. Mira, en la otra habitación tengo secando un vestido muy bonito. Me lo pongo y salimos los dos a esperarlo a la calle. Seguro que se alegra. Nos llevará a la plaza y nos comprará barquillos.
            Intentó levantarse incorporando la cabeza y se dio impulso con las manos en el aire, buscando un asidero imposible. Ismael se levantó y le puso las manos en los hombros.
            -Espera, abuela, descansa aquí que aún falta hasta que venga. Yo te iré a buscar el vestido. Mientras, ¿quieres otra cereza? Acábalas, que quedan pocas –Ismael cogió dos o tres del cuenco que estaba encima de la mesa blanca, junto a un vaso medio lleno de agua y un pequeño colgante con un crucifijo.
            Ella sonrió y abrió la boca como una niña que espera la golosina. Ismael quitó el hueso de ellas y le dio la pulpa.
            -Salgo a por el vestido y vengo en un momento. No te me vayas, ¿eh abuela?
            -No, hijo. Me quedo aquí. Además la vecina me dijo que vendría a traerme unos retales y no quiero que entre sin estar yo.
            Ismael salió de la habitación y se dirigió al control de enfermeras de planta. Estaba vacío y tuvo que esperar unos minutos. Miró a ambos lados del largo pasillo. Aparte de un carro apoyado en la pared, no había otra cosa que silencio, alumbrado con una luz tenue. Se fijó que tenía los dedos manchados de un color rosado. Sonrió, y sacó un pañuelo. Intentó sin éxito quitarse las manchas frotando con fuerza. Fastidiado, levantó la vista. El olor a medicamentos y a silencio de soledad le fue poniendo impaciente. Al final, apareció una enfermera que salía de una habitación. Tenía gesto de cansada, y estaba algo despeinada debajo de su cofia. Le pidió un sedante para que su abuela pasara tranquila la noche. Maquinalmente, se giró y sacó una pastilla gris de un cajón. Le dio las gracias. Ella musitó un “de nada” y se puso a leer una revista apoyándose en el mostrador.
            Volvió de nuevo. Al entrar, todo había cambiado. Su abuela seguía en la cama tumbada. Miraba fijamente el techo con los ojos muy abiertos. La mano izquierda yacía sobre su regazo, con los dedos levantados en forma de saludo. La derecha la tenía abierta hacia arriba, en ella el pañuelo con manchas rojas como muda oferta de su último regalo. En su boca abierta quedaban restos de fruta que no había podido acabar. La barbilla la tenía de nuevo manchada con un ancho surco que le llegaba al cuello, tiñendo de rojo el borde de su camisón.
Ismael caminó varios pasos hasta su cama, y lentamente alargó su mano. Con cuidado, la acarició con dos dedos, siguiendo el camino rojo, hasta su mejilla.
Ella tenía razón. El abuelo había venido a buscarla. Había unas pocas cerezas todavía en el cuenco. Ismael las cogió en un puñado, y mirando orgulloso a su abuela se las comió, dejando que el jugo le manchara como a ella.



lunes, 27 de agosto de 2012

Una idea divertida


Goran comprobó en su reloj que faltaban aún cinco minutos. Después de casi veinticuatro horas encerrado en aquella habitación mal ventilada, donde en las contadas ocasiones en que había necesitado moverse, tuvo que hacerlo con el máximo sigilo, la necesidad de aire fresco y luz natural era cada vez mayor. Su estancia allí exigió, como tantas otras veces, prescindir de alimento sólido, supliendo tal necesidad con sopa preparada y embotellada por él mismo. Gajes del oficio.
Echó un vistazo a través de la mira telescópica de su viejo Zastava. Le encantaba todo de aquél rifle; el tacto, la precisión, la historia llena de éxitos y sangre que podía sentir en la punta de los dedos cada vez que acariciaba el arma. Pero no era momento de ponerse melancólico, tenía una misión que cumplir, un objetivo y una huída rápida y limpia. Tres minutos para la hora cero, un minuto para recoger todo y dos más para abandonar el edificio.
Tres meses fué el plazo dado por su cliente para hacer los preparativos. Con una ruta marcada en un mapa y un millón de dólares como anticipo, Goran se aventuró por las calles, siguiendo el recorrido a pie, tomando nota de cada cruce o plaza que se ajustase a sus necesidades. Una vez seguro de haber elegido bien, investigó y visitó una veintena de edificios situados en los alrededores de esos puntos marcados, midiendo distancias, comprobando salidas, posibles refugios y alternativas de escape en todos ellos. Se decidió por el sexto piso de una finca de reciente construcción y con carteles que ofertaban un par de viviendas en alquiler.
Una vez decidido el nido, el siguiente paso consistió en revisar una y otra vez cada ruta para salir de ahí lo más rápido posible. Varios coches robados y con matrículas falsas, fueron distribuídos por los alrededores. Cada bar, cada estacionamiento, cada comercio, todo fue inspeccionado minuciosamente de arriba a abajo. La empresa encomendada requería de toda su astucia y conocimientos y toda precaución era poca. El objetivo a abatir era difícil, mediático e importante. Tenía que eliminar al futuro presidente del país.
No estaba en su naturaleza el cuestionarse a quien mataba o el por qué. Era lo que mejor sabía hacer y le gustaba su trabajo. Que fuese alguien importante o no, no era asunto suyo, le pagaban por ello y era suficiente. Pero había algo que le producía una sensación extraña, casi divertida. Aunque la política no le interesaba en lo más mínimo, conocía perfectamente el motivo por el que le habían contratado. Los dictadores siempre entorpecieron los planes de los países económicamente poderosos y básicamente lo que se pretendía, era impedir la subida al poder de un tirano para que los tiranos de siempre no se viesen perjudicados. Así pues, la solución pasaba por suprimir al obstáculo, antes de que éste se hiciese más fuerte.
Goran volvió a mirar su reloj, treinta segundos. Ya se escuchaba la música de la comitiva acercarse, los gritos de la gente vitoreando al futuro lider. Revisó rápidamente el rifle, respirando lentamente, bajando las pulsaciones mientras observaba por la mira telescópica, fijando el objetivo cincuenta metros antes del punto donde estaba planeado el impacto. El rifle siguió apuntando a la cabeza sin desviarse mientras el coche oficial cubría esa distancia.

- ¿Señor secretario? Tiene una llamada por la línea tres.
- Gracias, puedes retirarte. - dijo con una sonrisa. Esperó hasta oir el chasquido de la puerta al cerrarse y habló por el auricular. - ¿Diga?
- Misión abortada, objetivo sigue en ruta. - Sentenció Goran.
- ¡Goran! - gritó el secretario gubernamental - ¡Pedazo de imbécil! ¿De qué estás hablando? ¡Te he pagado para que realices un trabajo y quiero resultados, no gilipolleces!
- Con el debido respeto señor, - respondió con absoluta serenidad – aunque tiene toda la razón para quejarse, gritarme e insultarme, debo decirle que me he tomado, por primera vez en mi vida profesional, la libertad de tomar una decisión en contra de mis intereses y como consecuencia, de los suyos.
- Escúchame bien... - empezó a decir el secretario, pero Goran le interrumpió.
- ¡No! Escúche usted. He tenido una idea que me resulta divertida. Voy a ver cómo se las arreglan sin mi para deshacerse de su problema, teniendo en cuenta que las votaciones son dentro de dos días.
Se hizo un silencio, concedido por Goran mientras imaginaba al secretario sudando a raudales y que duró varios segundos. Cuando decidió que era suficiente, continuó.
- Le sugiero además, que se abstenga de intentar localizarme o cazarme o lo que quiera que ustedes hagan. Podría tener otra idea divertida, ya me entiende. Adiós, señor secretario.

jueves, 9 de agosto de 2012

La mejor posesión que Hamid puede tener.

Hamid arrastró sus pies negros por el polvo. Parecía que no pertenecían a su cuerpo menudo, casi esquelético, pequeño… y negro, muy negro. Con la barriga prominente, como si se hubiese tragado la cabeza de un ñu. Y los brazos muy largos, delgados, llenos de costras, heridas y raspones de golpes pasados. El que vivía con su madre era muy aficionado a la leche fermentada de camella y, cuando abusaba de ella, buscaba cualquier excusa para tirarlo al suelo de arena de la choza de barro donde vivían y arrastrarlo por los pies hasta fuera. En esos momentos era cuando odiaba que sólo tuviese nueve años.
Llegó al pozo que estaba a las afueras del poblado. Un agujero enorme en medio de una llanura. Olió el agua y se alegró de que fuera mediodía. No tendría que pelear por su sitio con multitud de mujeres y con niños más fuertes que él. El sol caía a plomo y todo el mundo esperaba a que bajase un poco. Los destellos de las rocas le molestaban los ojos y un viento pesado e irrespirable arrancaba reflejos a las pocas plantas que había.
Depositó en el suelo, con cuidado, la vasija de barro. La gran posesión de su familia, junto con un cuchillo y una piel ajada de camello. El fondo estaba cerca. Había una pequeña cuesta por la que bajar hasta llegar al agua. Si se podía llamar así a ese líquido marrón, pastoso, en el que flotaban multitud de insectos. Hamid se agachó y pudo sentir el frescor de la tierra a través de las encallecidas plantas de sus pies.
Las moscas estaban pesadas. Volaban cerca de sus oídos y aunque procuraba ignorarlas, acababan por meterse entre sus labios, y tenía que soplar con asco. El pozo era amplio y se veían huellas de mil pies: unos de niña, con su pequeña huella apenas marcada en la tierra; allá una huella profunda, deforme, seguro que de una abuela gorda. Y muchísimas alargadas, apenas profundas, con los dedos marcados, de jóvenes que se quedaban a parlotear de chicos.
Se agachó y sumergió de costado su vasija, sujetándola con una mano mientras con la otra golpeaba la superficie del agua, para apartar el máximo de bichos posible. Una vez llena, se incorporó y bebió un largo trago. Sabía a tierra y siempre le quedaba arenilla en la boca que le encantaba masticar. Se ilusionaba pensando que era polvo de mijo y que podía comer hasta hartarse. Pero lo que más le atraía era su frescura. Notaba cómo pasaba el agua por su boca, deslizándose por su garganta hasta llegar a su barriga, dejando una sensación como cuando en la época de las lluvias se podían bañar. Una fuerza entonces salía de su tripa, combatiendo el calor de su cuerpo hasta llegar a todos los rincones. Y entonces notaba cosquilleos en la nuca. Nada le gustaba más que beber ese agua. Salvo cuando su madre por las noches le acariciaba la cabeza y le cantaba historias de su padre hasta que dormía. Una vez había acabado de beber, volvió a llenar la vasija y la cargó para comenzar a subir.
Echó un último vistazo al fondo, y pudo apreciar los diferentes colores del suelo, según estuvieran más pisoteados o no, y mezclados con piedras pequeñas y trozos de vasijas de barro rotas. En dos o tres pasos llegó al borde y apoyó la vasija. Echó un vistazo alrededor mientras se incorporaba.  Era una llanura de diferentes tonos de marrones salpicados de motas verdes. La vegetación sufría el calor tanto como ellos. Podía ver algún árbol en medio, pero no le gustaba acercarse, pues siempre los veía retorcidos y con ramas bajas, como si quisiesen tocar la tierra. Eran árboles aburridos, no podía treparlos sin riesgo de caerse. Prefería correr por la llanura, en dirección a las montañas lejanas que ocultaban el sol por la tarde, y perseguir a las ratas de la llanura viendo cuando se daban el aviso de que un extraño las molestaba. Siempre sacudía la entrada de su madriguera, como si pudiera pillarlas. Y cuando se aburría, tapaba el agujero con la tierra que había sacado, para el día siguiente comprobar que la entrada estaba abierta de nuevo, en desafío permanente.
Un olor agradable inundó su nariz. Cerca de ahí había comida. El ñu oculto en su estómago comenzó a mugir. Hamid levantó la cabeza para localizar su objetivo y supo que debía darlo por perdido. En el límite del poblado estaba un hombre comiendo sentado en una caja de municiones. Detrás tenía una tienda de lona de estilo militar y a su puerta había una olla encima del fuego apagado. Era Ermakil, el cazador, uno de los ricos del pueblo. Se ganaba la vida cazando para los turistas blancos que de vez en cuando aparecían por el pueblo. Venían en grandes coches, se lo llevaban, y volvía dos meses después, cargado de regalos para sus tres mujeres y con ropas raras para él. A menudo venía con unas botas enormes y los niños del poblado decían entre risas que sus piernas parecían las patas de un elefante. Era un hombre orgulloso, desafiante, que quería mandar más que el makala, el jefe del poblado, diciendo que era un ignorante y que no sabía muchas cosas del mundo de más allá de las montañas.
Sujetaba un plato de madera y cogía con la mano una pasta blanca y marrón: cuscús con carne de cabra. Hamid podía verlo por los restos que le quedaban pegados en su barba negra. Su estómago le hizo darse cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Tocó su vasija con los pies, para asegurarse que seguía con él. Y Ermakil levantó la vista. Su mano llena de alimento quedó detenida a medio camino de su boca. Le miró curioso y divertido, y con lentitud deliberada se acercó a la comida, comiendo a bocados pequeños. Para luego lamer despacio, con calculados lengüetazos, primero la palma de su mano, deteniéndose en cada dedo.
Hamid tendría que haber bajado la vista, como muestra de respeto a un mayor. Aceptando su autoridad. Pero no lo hizo, le sostuvo una mirada desafiante, mientras su ñu particular se desbocaba sin casi poderlo sujetar. Ermakil, al ver la actitud de ese maloliente hijo de una cabra, encolerizó. Soltó el plato dentro de la olla, cogió una piedra y se la lanzó con fuerza mientras le lanzaba una maldición.
Hamid, aterrado, vio como la piedra iba directa hacia la vasija que tenía entre sus pies. Apenas le dio tiempo de agacharse y cubrir con su cuerpo el lanzamiento. Recibió el impacto en medio de la espalda. El sonido fue de cuero viejo, y pudo escuchar cómo la piedra rebotaba hacia abajo del pozo para acabar chapoteando en el agua. Escuchó carcajadas amplias, satisfechas, y al volverse pudo ver al cazador sujetándose las caderas y mostrándole la calva, retorcido de placer por su puntería.
Esperó a que su risa bajara de tono. Su espalda le escocía como cuando el compañero de su madre le golpeaba con el palo. Notó algo caliente que le resbalaba hasta mojar su taparrabos. Eso no podía quedar así, cuando él fuera mayor se haría cazador, y entonces él sería el que arrojara las piedras.
Ermakil al final dejó de reír y miró al niño, mostrándole el hueco que tenía en medio de su dentadura. Cogió su plato de comida, metió la mano y volvió a coger más cuscús. Como una fuerza imparable, Hamid se sorprendió levantando la mano derecha y enseñando sus tres dedos últimos, símbolo inequívoco de cuando se va a castrar a los cabritos. Una ofensa de las más graves del poblado, merecedora, seguro, de un gran castigo. Se asustó, pero ya lo había hecho y mantuvo su brazo en el aire hacia Ermakil. Éste abrió mucho los ojos y se agachó hasta ponerse en cuclillas, apoyando el plato en el suelo. Transcurrieron unos segundos hasta que sonrió y le alargó el brazo, ofreciéndole la comida.
Hamid se sorprendió de la reacción del cazador. Pasaron unos segundos mirándose el uno al otro. Se podía escuchar el sonido del calor en el ambiente, el zumbido de los insectos, y … el ñu del estómago golpeando sin piedad. Al final, se agachó, cogió su vasija y dio media vuelta en dirección a la choza de su madre. Seguido de dos sonidos: el de su ñu que empujaba desesperadamente en dirección contraria, sin conseguir controlar esta vez a su dueño; y el golpeteo rítmico en el suelo de Ermakil, con la planta de sus pies, la señal de bienvenida a un nuevo cazador al poblado.

lunes, 30 de julio de 2012

Ironía


Nervioso como una colegiala en su primera cita, Arturo se dedicó a deambular por toda la casa, incapaz de permanecer más de dos segundos en la misma estancia. La paciencia nunca figuró entre sus virtudes y aquella situación le estaba desquiciando. Decidido a poner freno a aquella locura, dirigió sus pasos hacia la cocina, en busca del relajante efecto que la cerveza solía proporcionarle. Si eso no funcionaba, tendría que recurrir al maravilloso poder de la industria farmacéutica. Pero mientras recorría el pasillo por enésima vez y aún con la esperanza de oir el estridente sonido del timbre de la puerta, fué conciente de que volvía a rascarse la muñeca izquierda. Se detuvo en seco y tras dudar unos segundos, se arremangó la camisa hasta dejar al descubierto las cuatro cicatrices, enrojecidas por la acción de sus uñas sobre la tela y de ésta sobre la piel. No pudo evitar una amarga sonrisa, fruto de la nostálgia y la vergüenza. Cambió de dirección y entró en la salita, donde había un espejo redondo, enmarcado en hierro envejecido. Desabrochó el cuello de la camisa y un escalofrío recorrió su espalda cuando sus dedos rozaron la marca de la quemadura que había dejado la soga. Tantas notas escritas a nadie en concreto antes de cada intento. Pero siempre fué un cobarde. En cada ocasión se aseguró de tener una vía de escape, un plan b, por decirlo así. La única vez en que no lo hubo, le faltaron agallas para saltar y tuvo que intervenir la policía. La procesión a consultas de psiquiatras había sido interminable y depresión fué la palabra más utilizada en todas ellas. Cada visita se saldaba con una nueva receta y cada receta le proveía de cantidades ingentes de antidepresivos. El diagnóstico, a diferencia del médico, nunca varió, quedando catalogado como maníaco depresivo con tendencia al suicidio, llegando a plantearse si aquello se debía al deseo de llamar la atención más que al de terminar con su existencia. La respuesta llegó de la mano de una dulce voz envuelta en un vestido estampado, de largas piernas e intensa mirada. Ella comprendió su dolor y su necesidad como nadie antes había hecho, hasta lograr lo que ningún terapeuta llegó siquiera a soñar, que aflorase la necesidad de vivir en aquella mente atormentada.
Volvió a pasar los botones con dedos temblorosos y escuchó como se cerraba una puerta de coche, probablemente en la esquina, que hizo que su corazón se acelerase. Empezó a caminar hacia la entrada de la casa, pero un dolor intenso le atravesó el pecho, haciendole caer de rodillas. Decidió acostarse en el suelo mientras su mano derecha intentaba colarse por el bolsillo del pantalón en busca del teléfono. Sintió el estómago revuelto, pero se obligó a si mismo a ignorarlo, no podía permitirse distracción alguna. El dolor se extendió por el brazo izquierdo, disipando cualquier duda, el infarto era inminente. - ¡Ahora no! - consiguió articular mientras extraía el teléfono del pantalón e intentaba marcar los tres dígitos. El sudor de las manos complicó la empresa más de lo previsto, pero justo al marcar el último número, el dolor se intensificó y el terminal se escurrió de entre sus dedos. Alcanzó a escuchar dos sonidos, que provenian de distinta fuente, antes de exhalar su último aliento. Dos voces, las dos femeninas. La primera le llamaba por su nombre. - Arturo, soy Laura. - La segunda, le informaba de que había marcado el número correcto. - Ha llamado al ciento doce ¿en que puedo ayudarle?

domingo, 15 de julio de 2012


Despegando o la mala suerte de que no funcione.

Caminaron los tres por el largo pasillo. Estaba iluminado por luces blancas que se reflejaban en las baldosas del suelo y de las paredes. Lina vestida con su bata color verde desvaído y con zapatillas de fieltro abiertas por los talones, llevaba el pelo corto revuelto, sin pendientes en las orejas. Arrastraba los pies cansinamente, bamboleándose, con los brazos oscilando a los costados. Olía a sudor fuerte y tarareaba un estribillo machaconamente.
Su madre Alba con un vestido negro iba detrás, apoyando la mano en su hombro derecho. Su sombrero blanco destacaba como si fuera un halo encima de su cabeza. Caminaba envarada, con la vista al frente, la cara en tensión. Josi, su padre, vestía un traje gris gastado. Marcaban su imagen unas gafas de pasta demasiado grandes, que le daban un aspecto de topo despistado. 
Les seguían unos pasos detrás dos hombres altos y fuertes vestidos igual que Lina, que flanqueaban al doctor Ariano. Hojeaba a veces unos folios y movía la cabeza de un lado a otro. El grupo caminaba despacio, para dejar una prudente distancia a la familia que estaba delante.
-Papá, ¿hoy me dejarán volar por fin? Yo creo que estoy preparada, he entrenado muy duro-afirmó Lina mientras giraba la cabeza un poco a la izquierda.
-Claro, hija, claro-Josi se adelantó hasta llegar a su altura-. El doctor nos ha dicho que tu tratamiento está yendo bien, que puedes hacer lo que desees. Te va a encantar.
Lina levantó la vista a Josi mientras caminaba, y se fijó en él.
-Papá, ¿estás triste? Tranquilo, no me va a pasar nada, de verdad. He entrenado mucho. Ahora sé que puedo hacerlo. Sé que voy a despegar esta vez. No le voy a hacer daño a nadie. Esta vez no, de verdad, lo tengo calculado-empezó a arrastrar las palabras, mientras subía el tono y abría los ojos como si no pudiera enfocar la imagen de su padre.
-Lina, tranquila, confiamos en ti, sabemos que lo vas a hacer bien-respondió el doctor Ariano con voz suave. Se había acercado al grupo junto con los dos hombres altos-. Como tú has dicho, has entrenado mucho, estás preparada, y nadie te lo va a impedir esta vez. Te ayudaremos en todo lo necesario para que hoy despegues en ese cohete.
-Hija, no es que esté triste, es que estoy cansado, no he dormido en toda la noche pensando en el día de hoy. En lo que vas a hacer, subiendo en ese cohete. Si me ves los ojos rojos, es de cansancio.
Lina miró al frente y dejó caer otra vez los hombros. Apretó el paso y volvió a tararear su canción, subiendo el tono en el estribillo. Su madre se llevó la mano izquierda a la cara, enjugando una lágrima con un pañuelo de papel para luego taparse la boca reprimiendo un sollozo. Josi le puso una mano en la cintura, para darle ánimos. El doctor con sus dos ayudantes les dejaron de nuevo unos pasos de distancia.
Al final del pasillo el grupo dobló a la derecha y a unos diez metros vieron dos puertas una al lado de la otra. Blancas también, donde destacaban los manillares negros y una pareja de policías que se envararon al ver la comitiva. Llegaron hasta ellos y se adelantó el doctor Ariano. Hizo un gesto de tranquilidad a los guardias y se dirigió a la familia.
-Bueno, hemos llegado. Deben despedirse, aquí nos separamos.
Alba ya no pudo reprimir sus sollozos. Josi se abrazó a su hija, en silencio dejando que las lágrimas empañasen los cristales de sus gafas. Lina abrazó a su padre mientras le daba una mano a su madre.
-Tranquilos, papás, que no me va a pasar nada. La prueba saldrá bien, esta vez voy a despegar, no habrá fallos. El doctor me lo dijo y yo estoy preparada. Además me van a ayudar, no voy a estar sola. Os quiero mucho, ya veréis, vendré famosa, todo el mundo me va a envidiar. El cohete está listo y es de última generación.
A una señal del doctor, un policía abrió una puerta y se hizo a un lado para que pudiera entrar Lina. Ésta se soltó de sus padres y se dirigió hacia la habitación. Se paró un momento en el umbral, para lanzar una última sonrisa y un gesto de tranquilidad. Uno de los ayudantes puso una mano en su espalda y la animó a entrar. Ariano hizo una seña al otro policía y éste abrió la otra puerta.
-No están obligados a entrar, ustedes ya lo saben.
-Prefiero ver a mi hija, le hemos prometido que la veríamos y eso es lo que vamos a hacer-respondió con determinación Alba.
-Como ustedes deseen. Pueden pasar.
El matrimonio entró en una habitación cuadrada y pequeña, sin más mobiliario que una docena de sillas. Tenía la misma decoración que el pasillo, salvo que la pared que daba a la sala de al lado había sido sustituida por un cristal enorme. Había sentadas dos mujeres que les miraron sin decirles nada. Dos policías y un hombre de traje negro a rayas se levantaron y éste último se acercó a Alba y Josi.
-Soy Javier Ombrados, el director del Sanatorio Mental. Supongo que son ustedes los padres de Lina.
Ambos quedaron quietos mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. Siguió un silencio incómodo. El director desvió la vista y se dirigió hacia una mesa pequeña pegada al cristal.
-Aquí tienen un interruptor. Si lo accionan, se oirá lo que digamos aquí. Pueden ponerse donde quieran. Si necesitan algo, intentaremos ayudarles.
Alba y Josi se sentaron en las dos sillas pegadas a la mesa, de frente al cristal. Desde allí podían ver la habitación contigua. Estaban dentro dos policías al lado de la puerta. Su hija estaba tumbada en la camilla mientras la ataban con firmeza los dos ayudantes del doctor. Éste estaba de espaldas a ellos, manipulando una jeringuilla en la única mesa auxiliar que había de mobiliario además de donde estaba tumbada Lina. El director se sentó al lado de ellos.
-¿Cómo hemos podido llegar a esto, Dios mío?-musitó Alba. Era tan buena, tan estudiosa, tan... ideal-terminó la frase mirando sin ver la escena que estaba enfrente de sus ojos.
-Nunca se sabe, señora-respondió el director-. Hay veces que hay algo que cambia, no nos damos cuenta, y acaba sucediendo. Sin más. No hay que buscarle explicación, simplemente pasa.
-Algo hemos tenido que hacer mal, señor director, para que una hija modelo y la envidia de todos nuestros amigos, se convierta en una asesina en serie, en una persona sin ningún tipo de moral. Una persona que pierda la razón, que mate porque crea en su locura que es una astronauta que le impiden cumplir su sueño gente que no ha visto en su vida. Algo hemos tenido que hacer mal para que no nos hayamos dado cuenta de esto. Algo hemos tenido que hacer mal-Alba arrastró casi la última frase alargando las sílabas con cansancio.
-Señora, no se torture-el director se acercó un poco a la señora y pudo percibir un perfume fresco, que contrastaba con el opresivo ambiente de la habitación. Este tipo de enfermedad es muy difícil de detectar. Se siguen comportando igual y es muy difícil verlo, incluso para un profesional de la medicina. Créanme, sé de lo que hablo, que llevo unas cuantas ejecuciones...
Javier se paró al instante, dándose cuenta de que había metido la pata. Le subieron los colores a la cara, e iba a decir algo cuando la voz de Lina entró con fuerza en la habitación.
-Papás, papás, ¿podéis oírme? Ya me van a dormir para el viaje. Me gustaría escucharos, no sé dónde estáis. ¿Podéis verme?
Alba y Josi miraron al director y éste les hizo una señal de asentimiento. Giraron el interruptor del micrófono.
-Hola hija, sí, te vemos y oímos. Tranquila, lo haces muy bien. Estamos muy orgullosos de ti-. Josi sintió que su esposa le agarraba del brazo para intentar controlar sus espasmos-. Mamá también te ve, lo hacemos los dos. Tranquila.
Las dos testigos se levantaron, dieron la vuelta por detrás de las sillas hasta llegar a Josi y Alba, en acción de apoyo.
-Lina, ¿preparada?-se acercó el doctor Ariano-. Será un momento, sólo notarás el pinchazo.
-Adelante doctor, lo estoy deseando. Llevo meses esperando este momento, haré historia.
Ambos pudieron ver la espalda del doctor cuando éste se inclinó sobre su hija. El director cerró el interruptor del sonido. Alba agachó la cabeza llorando sobre el regazo de su marido. Las dos testigos se acercaron intentando apoyar a la pareja. Josi no desvió la vista. Quiso recordar la escena, los últimos momentos de su hija. Un enfermero a cada extremo de la camilla. La mesa donde quedaba vacío el frasquito de cristal asesino junto a una bolsa de algodón y un frasco de alcohol. Los policías de la puerta, mirando al suelo. La luz blanca, cegadora, que se reflejaba en la bata de Ariano. Y los pies de su hija, desnudos. Agitándose levemente, expulsando la vida que había en ese cuerpo. Y sus manos, con el puño cerrado. Sujetando los mandos de un cohete que no llegaría a ninguna parte.

miércoles, 4 de julio de 2012

Gato encerrado


El gato se desperezó lentamente, arqueando todo su cuerpo para estirar los músculos entumecidos. Con ojos aún somnolientos miró a su alrededor sólo para descubrir que era incapaz de reconocer el entorno en el que se hallaba. Se posó sobre las cuatro patas y repitió el ejercicio, poniendo más énfasis sobre cada uno de sus miembros. Se sentó sobre los cuartos traseros y volvió a observar, ésta vez más despierto y más atento, por si acaso. Levantó la cabeza, en busca de algún olor o sonido familiar que le brindase alguna pista del sitio en el que se hallaba. Nada. Todo a su alrededor resultaba fascinantemente desconocido y abrumadoramente grande. Dudaba entre inspeccionar el terreno, cosa que le atraía a la vez que le aterraba, o quedarse ahí, quieto, a la espera de que sucediese algo, en cuyo caso, ya decidiría su instinto.
Los minutos fueron pasando lentamente, hasta que finalmente, la curiosidad ganó la partida a la cautela. Observaba desconfiado mientras sus pasos recorrían lo que parecía una cocina de dimensiones descomunales. La nevera, la mesa y sus respectivas sillas, el microondas, una escoba apoyada en la pared, el frutero rebosante de unas manzanas que ahora parecían de su mismo tamaño, todo era más grande ¿o él más pequeño? Era absurdo y sin lógica alguna, pero no por ello detuvo sus inseguros pasos y continuó inspeccionando el lugar. Vió una lavadora, el lavavajillas, el horno, también enormes desde su nuevo punto de vista y al llegar hasta el rincón donde se hallaba lo que supuso el cubo de basura, se detuvo en seco, se sentó y observó durante un rato el objeto que tenía ante sí, hasta que cayó en la cuenta de que aquello no era sino una trampa para ratones. De pronto, sus pupilas se dilataron mientras el pelo que le cubría el lomo se iba erizando, en respuesta al sonido producido a sus espaldas. No necesitaba darse la vuelta para saber quién o qué lo había emitido, por fin comprendía donde se hallaba. Quedaba una cuestión por resolver ¿qué sería mejor? ¿que le matase la rata gigante que tenía detrás o la trampa para gatos que tenía delante?

miércoles, 13 de junio de 2012

Promesas


Escuchaba el crujir de las hojas secas bajo mis pies mientras el frío viento otoñal golpeaba mi rostro. Observaba las encinas flanqueando aquella senda preguntándome cuántas veces había recorrido el mismo camino, el que iba desde la herrumbrosa y desvencijada verja de la entrada, hasta aquél pedazo de mármol tallado, que recordaba a quien quisiese mirar, que allí, a modo de última morada, yacían los restos de la única persona a la que he amado.
Carmen. He susurrado ese nombre infinidad de veces es la oscuridad, mientras todos dormían, mientras yo lloraba, mientras otros procuraban mitigar el dolor de su ausencia. Pero yo no. Yo invocaba su imagen, añorándola, recordando su sonrisa enmarcada en tan pálido y hermoso rostro, rescatando de entre las sombras su esbelta silueta, buscando en cada reflejo el dorado de sus cabellos y el brillo de aquellos ojos. Sus ojos.
Abandoné el camino de grava cuando giró en dirección opuesta. La hierba se abrazó a unos zapatos que llegaron completamente mojados hasta la lápida que buscaba. Me arrodillé ante ella, los ojos cerrados, mientras acudían a mi mente los recuerdos de tantos atardeceres juntos, manos entrelazadas y sueños felices. Lloré maldiciendo al cruel destino que nos había separado tan pronto; a la enfermedad que apareció un día, sin previo aviso, para reclamar su alma al día siguiente.
Cuántas promesas llenas de ilusión nos hicimos, bajo el cielo estrellado en las noches de primavera y que se fueron junto a ella hasta quedar enterradas bajo las capas de tierra ante las que me hallaba.
Las palabras encierran un poder especial bajo ciertas circunstancias. Pueden ser dulces o amargas, de amor y de desprecio, expresarlo todo o absolutamente nada. Ahora lo sé. Son armas de doble filo, con las que hay que andarse con mucho cuidado, el mismo que, en un arrebato de insensatez, yo no tuve. Una desafortunada promesa, hecha en la más delicada de las situaciones, fué el motivo que me llevó hasta allí, dispuesto a cumplir con mi parte a pesar de lo que ello significaba. Más allá de la vida y más allá de la muerte.

Han pasado tres días desde que visité el cementerio, recordando cada paso desde que cruzara la verja hasta llegar a la lápida, caer de rodillas y rezar todo cuanto me habían enseñado de niño. Tres días desde que metí la mano en el bolsillo para extraer el arma ejecutora, sostenerla en mi mano y, antes de darme cuenta, lanzarla lo más lejos que fuí capaz y salir corriendo, rompiendo mi promesa.
No puedo dormir, al menos, no demasiado. Me despiertan las pesadillas, las voces que piden justicia, las sombras que danzan a mi alrededor señalándome y riéndose de mí. Sé que vendrá. Carmen reclamará lo que es suyo.

domingo, 3 de junio de 2012

Tal y como lo querías

Alfredo llevaba parte de la tarde conduciendo. Volvía de Valladolid de una reunión con la central de su empresa. Después de diez años de matarse por ellos, estaba de patitas en la calle. Sin ni siquiera una justificación. Le asaltaban imágenes viéndose a sí mismo partiendo la boca al jefe, o cogiéndole de la corbata y haciéndole un nudo alrededor del cuello. Incluso llegó a juguetear con placer con contactar en Internet con algún asesino para que lo despachara. Tenía la boca pastosa, y los ojos hinchados de llorar. La rabia le hacía sujetar el volante con fuerza, como si quisiera arrancarlo de su sitio. Los muslos le dolían de llevarlos contraídos. Su nuca estaba rígida y un dolor sordo se había instalado en su cuello. 
Conducía mecánicamente sin apenas ver la carretera. Se estaba empezando a echar encima la noche y los campos labrados eran figuras en penumbra. Estaba despechugado y la chaqueta y el abrigo yacían  tirados de cualquier manera en el asiento del copiloto. La lata de coca cola se movía de un lado al otro en la bandeja del salpicadero. El cenicero abría sus fauces rebosantes de colillas. Cantaba a desgarradores gritos el heavy metal que salía de los altavoces, disparándole la adrenalina y deformándole la cara en un rictus de odio. La calefacción a 23 grados hacía que tuviese un poco de color en las mejillas.
Justo después de una curva, al final de la recta vio un coche, que se cambió de carril invadiendo el suyo. Alfredo le echó las luces mientras disminuía la velocidad. Sin embargo, le pareció que el otro aceleraba. Asustado, se cambió al carril contrario y buscó un lateral. Siguió echando las luces, con la esperanza de que fuera un conductor despistado o que se hubiera dormido. Al momento, el otro coche volvió a su carril quedando enfrentado y acercándose más rápido.
-¿Pero qué hace ese hijo puta?-.
Ya no oía la música y las manos le temblaban en el volante. Comenzó a sudar. Giró volviendo a su carril y de nuevo el coche de enfrente se cambió. Entonces se sujetó con fuerza y clavó los frenos. El coche emitió un chillido horrible. Se le clavó en la carne el cinturón de seguridad. El móvil, sus ropas y la lata de coca cola salieron disparados hacia delante. Las narices se le inundaron del olor a goma quemada y del acre sudor que despedía su cuerpo.
Quedó semi cruzado en su carril mientras el otro coche se le echaba encima. Su mano derecha buscó el botón del cinturón de seguridad. Los faros ya le cegaban. Consiguió liberarse y embistió su puerta mientras buscaba la manilla. Rodó fuera, dando varias vueltas en el suelo golpeándose la cabeza y magullándose el hombro al mismo tiempo que la velocidad golpeaba su rostro y escuchaba un horroroso ruido que le traspasaba los tímpanos. Alfredo se quedó en el suelo en posición fetal chillando de pánico, mientras una lluvia de cristales y trozos de metal y plástico le caían encima. Oyó ruido de hierros resbalando por el asfalto. Sólo quedó en el ambiente el sonido del siniestro.
Se incorporó poco a poco apoyándose en una mano, y se dio cuenta de que se había meado. El suelo estaba plagado de cristales redondos y cortantes. Lloraba, y ligeros temblores le recorrían el cuerpo. Tenía la ropa rota por varios sitios. Había perdido el zapato izquierdo. Notaba algo caliente que le corría por una mejilla. Se tocó la cabeza y se dio cuenta de que era sangre, aunque no le dolía nada. Se limpió la mano en el costado de su pantalón. Tosió varias veces, pues tenía polvo en las narices. Notó leves punzadas en el costado izquierdo. Sintió frío.
De pronto, escuchó un grito. Provenía del otro coche. Se había quedado en un lado de la cuneta sobre las cuatro ruedas, con el frontal destrozado. Había comenzado a arder por la parte de atrás. Desvió la vista hacia su coche, que estaba cruzado en medio de la carretera. Otro grito le sacó de su ensimismamiento. Con un gesto de dolor, se acercó cojeando a pequeños pero rápidos saltos. Unos pinchazos agudos le atravesaban la rodilla derecha.
Al final llegó a la altura de lo que había sido la puerta del conductor, que ahora era un hueco deforme. Se asomó al interior y pudo ver a una mujer con la cara llena de sangre. Debía de haber agarrado muy fuerte el volante y con la colisión se le habían roto los brazos. Se echó encima de ella para intentar desabrochar el cinturón de seguridad. De pronto, sintió un calor enorme en su mejilla derecha. Volvió la cabeza y vio cómo enormes llamas ya habían entrado en los asientos traseros. Instintivamente saltó hacia atrás y un calambre inmovilizó todo su cuerpo. 
-No me dejes, asesino cabrón, suéltame, suéltame- le gritó la mujer, mirándole con ojos desorbitados de miedo y odio.
Alfredo casi cayéndose intentaba asimilar lo que le estaba diciendo esa mujer. Miró fijamente el cuadro que tenía ante sus ojos. Notó una vaharada de aire caliente que provenía del coche.
-Suéltame, asesino, asesino, suéltame. Asesino, asesino.
De nuevo le martillearon las palabras de la mujer en sus oídos. Algo se quebró en su mente. Alfredo se cogió con las dos manos la cabeza, cerró los ojos, tensó los brazos y lanzó un grito animal. Se dio la vuelta y marchó cojeando hacia su coche. Chocó con él a los pocos metros, se giró y apoyó la espalda. Se dejó caer hasta quedar sentado en el suelo con los codos apoyados en las rodillas. Imágenes repentinas atacaron su razón. Y se vio a sí mismo gritando al aire, babeando y pisando el acelerador a fondo; cambiándose de carril riendo salvajemente; dando botes en el asiento, apoyándose en el volante; insultando y odiando al coche que tenía enfrente; apuntando su frustración en aquel ser de ojos brillantes que se le acercaba; y saltando de su asiento con su cuerpo tenso de placer para evitar la colisión final. Y se vio ahora, tirado en el suelo llorando, mientras los gritos desgarradores de la mujer le decían que las llamas comenzaban a alcanzarla.

jueves, 31 de mayo de 2012

Daños colaterales


- ¡Toma! - era la palabra que más veces escuchaba a lo largo del día y que siempre iba precedida de una colleja impactando en mi nuca. Otras veces se trataba de la risa que inundaba los pasillos del instituto después de un empujón o una zancadilla. Al pardillo, o sea yo, no le quedaba más remedio que levantarse y seguir caminando con la mirada clavada en el suelo, sin decir una palabra, no fuera a ser peor. Nunca llevaba dinero encima desde la tercera vez que alguien me golpeó para quitármelo, entonces cambiaron de táctica y con frecuencia hacían desaparecer mis libros o el almuerzo. Ni siquiera se molestaron en ponerme un mote, directamente me llamaban imbécil o capullo y asunto arreglado. Sin amigos ni profesores que hiciesen algo por remediarlo, la vida de estudiante se había convertido en un infierno al que tenía que acudir cada día, con excepción del fin de semana, las vacaciones de verano y navidad. La rutina no me había hecho inmune a las vejaciones y seguramente cualquier psicólogo habría sido capaz de declararme poco apto para las relaciones sociales o mentalmente inestable o algo parecido. Sin embargo, ni era una cosa ni la otra. Tan solo me había convertido en el blanco perfecto de cuatro tarados y, como la mayoría de los seres humanos que habitan en el planeta, la manada únicamente tuvo que seguir al líder. Pero al igual que hay una gota que hace rebosar el vaso, mi sumisión y paciencia habían llegado al límite. Pasaron semanas antes de que tomara una decisión, dado que buscaba una solución efectiva y duradera, sin excusas ni concesiones. Una vez seguro del plan a seguir, sólo tuve que esperar el momento adecuado.
Volví a sentir el impacto en mi nuca, la susodicha palabra, las risas retumbando en el habitáculo al que llamábamos clase, un miércoles, cuando apenas estábamos sacando los libros de matemáticas de las mochilas. Me había concienciado tanto y la escena se había reproducido en mi cabeza tantas veces, que el movimiento resultó de lo más natural, como si no hubiese hecho otra cosa en toda mi vida. Para cuando cualquiera de los presentes, incluido yo, nos percatamos de la situación, mi mano se alzaba en dirección al rostro de mi agresor, amenazante en su intención. Los dedos asían con demasiada fuerza la culata de la pistola que se suponía debía estar en el armario de mi padre. Poco sabía acerca de ese trasto, salvo que era una Smith & Wesson, que era un 38, aunque tampoco entendía de calibres, y que con ella iba a conseguir, literalmente, que los intestinos de aquél que estuviese delante trabajasen a toda prisa. Lo que no entraba en mis planes era que la tensión que experimentaba mi cuerpo iba a provocar que el dedo anular ejerciera demasiada presión sobre el gatillo, algo que no estaba previsto que ocurriese. Aunque no podía verme, sabía de sobra que la sustancia viscosa que notaba en la piel sólo podían ser restos de cerebro y sangre que quedaron esparcidos en buena parte de la estancia después del atronador sonido producido por el arma. Todos gritaban al tiempo que salían huyendo mientras yo me quedaba inmóvil, contemplando la grotesca escena que había creado en pocos segundos y antes de ser consciente de la situación, me di cuenta de que algo en el cuadro fallaba. Al margen del asesinato de mi agresor, cosa que para ser sincero, tampoco me había impresionado en exceso, lo que hizo que reaccionara fue el observar un cuerpo que yacía debajo del primero,el cual tuve que desplazar para poder descubrir de quién se trataba. La sangre se me heló cuando por fin logré recuperar de mis recuerdos mas recientes aquella falda a cuadros, la camisa blanca, ahora teñida casi en su totalidad de rojo o la cruz de caravaca de oro que descansaba sobre el pecho inerte de aquella víctima fortuita a la que el disparo había desfigurado el rostro después de atravesar el cráneo del abusón de turno ¿cómo iba yo a saber que una bala era capaz de hacer eso? Pero lo cierto es que había pasado. Comprendí mi error demasiado tarde y el dolor borró por completo la rabia que me dominaba segundos antes para dar paso a la histeria. La desafortunada e inesperada víctima de mi ira, no era otra que Elena, la única persona de todo el instituto que había sido amable conmigo, que me defendía en las pocas ocasiones en las que eso era posible y que nunca se había burlado de mi situación. Ella, que ahora descansaba sobre el frío suelo a causa de la estupidez de un chaval de diecisiete años que no había sabido enfrentarse a sus problemas con madurez y sobre todo, con inteligencia y seguridad, que fue la única persona a la que realmente amé, ya no existía. No dudé ni medio segundo en introducir el cañón en mi boca y repetir el disparo.

lunes, 7 de mayo de 2012

La ira de Dios


El padre McInerny se sentó en la escalera que daba acceso a la pequeña iglesia, situada en lo alto de la colina. La edificación de piedra y madera, seguramente utilizada antaño como refugio de pastores, carecía de los lujos del templo construído en la ciudad, a unos dos kilómetros de allí, pero aún contaba con un puñado de fieles que nunca faltaban a su cita dominical.
El sacerdote llevaba en la mano un vaso y una botella del mejor güisqui que encontró en la tienda y que pagó con los donativos del cepillo. Su último pecado. Destapó la botella rompiendo el precinto y sirvió en el vaso casi hasta arriba. Bebió el líquido de un trago y repitió la operación, no era momento de andarse con remilgos. Levantó la vista hasta posar sus ojos en aquella abominación de hormigón, hierro y cristal, el mayor exponente de la decadencia humana. Si existía un lugar en la tierra donde se concentrasen todos los errores de la creación, sin duda alguna era en ese sitio. Bien lo sabía él.
Miró el reloj, sólo para comprobar que pasaban cinco minutos de las cuatro de una espléndida tarde de abril y apuró el tercer vaso. - La hora ha llegado. - dijo en voz baja mientras volvía a llenarlo y, como si de una premonición se tratase, la respuesta no se hizo esperar. Una explosión en el corazón de la ciudad hizo que los edificios de tres manzanas a la redonda quedasen reducidos en pocos segundos a escombros entre llamaradas y una nube de polvo y humo.
- ¡El poder de Dios! - exclamó ésta vez en un tono más audible y sin apenas inmutarse. El contenido de la botella menguaba rápidamente, pero al padre McInerny tampoco parecía preocuparle ese detalle, los acontecimientos en la urbe acaparaban toda su atención. Hasta sus oidos llegaba el sonido de las sirenas de ambulancias, coches de policía y bomberos e imaginó el caos que en ese mismo momento estaría reinando allá abajo. Un nuevo sonido hizo que girase la cabeza en dirección a la carretera que pasaba por delante de la iglesia y vió aproximarse un todoterreno gris, con bastante prisa, por cierto. El vehículo se detuvo en seco en el cruce que daba acceso al pequeño templo y el sacerdote comprobó que dentro iban tres adultos y un niño.
- ¡Padre! - le llamó el hombre que iba de copiloto – Vamos a ver si podemos echar una mano. Suba, quizás le necesiten.
John McInerny negó con la cabeza ante el asombro de los forasteros.
- ¡Padre, por el amor de Dios! - se notaba el nerviosismo en sus palabras - ¿Qué clase de compasión profesa usted?
- No se puede hacer nada por ellos. - respondió al tiempo que se incorporaba de su asiento. - Ya están condenados, es la voluntad de Dios.
- ¡Váyase a la mierda! - le espetó e hizo un gesto al conductor para que reanudase la marcha. El sacerdote siguió con la mirada al todoterreno mientras se alejaba velozmente y trazó la señal de la cruz a modo de bendición. Cuando el vehículo había recorrido, según sus cálculos, más de la mitad del trayecto, se produjo una nueva explosión, más potente y más destructiva, que hizo que se sintiera temblar la tierra hasta la colina. Enormes trozos de piedra, visibles desde aquella distancia, volaron en todas direcciones y una serie de explosiones más pequeñas empezaron a sucederse. Una de ellas alcanzó de lleno al vehículo, haciéndolo volar por los aires envuelto en llamas.
- La misericordia de Dios – volvió a murmurar McInerny y recogió la botella del escalón en el que la había dejado para, prescindiendo ya del vaso, dar un trago largo al bastante mermado contenido. - Un gesto curioso, sin embargo.
- No te atormentes, John. - dijo una voz a sus espaldas, no se dió la vuelta para ver a su interlocutor, conocía de sobra a quien le hablaba – No han sufrido en absoluto. Ni siquiera se han enterado.
- No soy quien para juzgar su obra. - respondió con resignación – Tú lo sabes mejor que nadie ¿Qué haces aquí, Gabriel?
- Es donde debo estar. - contestó – Sé que piensas que todo termina aquí, pero te equivocas.
La tierra se abría en enormes grietas en todas direcciones y de ellas emergían llamas en medio de explosiones, calcinando y destruyendo todo a su paso. Pronto, aquél fenómeno alcanzaría la colina.
- Bonito espectáculo. - dijo – Nada como un fuego purificador para barrer el mal ¿eh?
- Me encanta cuando sacas tu vena romántica a relucir. - bromeó Gabriel - ¿Estás preparado?
El sacerdote apuró el güisqui y lanzó la botella lo más lejos que pudo. Levantó la vista hacia el cielo primaveral y gritó.
- ¡LA IRA DE DIOS!
La colina entera estalló sin dejar vestigio alguno de su existencia.

sábado, 21 de abril de 2012

Alicia


Se sintió observada y alzó la vista instintivamente. Ahí estaba, grande, esponjoso y blanco como la nieve, con aquellos ojos rojos mirándola fijamente y a la espera de una señal. O eso parecía.
Ella sonrió al tiempo que cerraba el libro que tenía sobre su regazo, pero el conejo ni se inmutó, olisqueó el aire en un acto de indiferencia y volvió a clavar los ojos en la figura de la adolescente, casi desafiante.
- Te conozco, – dijo ella mientras apoyaba la cabeza sobre el tronco del árbol bajo el que se hallaba – me han contado muchas cosas acerca de tí.
El animal siguió inmóvil mientras la joven, tras emitir un suspiro, se incorporó, aunque decidida a permanecer bajo la sombra que brindaba la encina, a pocos metros el uno del otro.
- Ella ya no está aquí, - continuó – pero se hace tarde y hay que preparar la cena. Hablemos en casa.

Se limpió la boca, bebió un sorbo de agua y eructó, satisfecha. Antes de encender un cigarrillo, apartó de su cara un mechón de pelo, de intenso y teñido rojo fuego. La esbelta figura descargó su peso sobre el respaldo de la silla sin hacer caso de las noticias que emitían por la televisión.
- Sabía que volverías tarde o temprano. - dijo ella al fin – Como te he comentado antes, mi abuela ya no está. Vuestra pequeña aventura tuvo consecuencias nefastas en ella ¿sabes? Mientras fué joven, lo achacaron a un exceso de imaginación. Se casó pronto, pero las historias no cesaron; tuvo a mi padre, y continuó con más de lo mismo,hasta que un buen día, su marido se hartó y quiso hacerla entrar en razón, por las buenas al principio y por las malas cuando se dió cuenta de que nada funcionaba.
Dió una última calada al cigarro y lo aplastó en el cenicero. Llevaba mucho tiempo con aquella rabia contenida y estaba decidida a no guardarse nada.
- Me contaron como fué el día que vinieron a por ella, los gritos, las lágrimas, todo. La encerraron en un manicomnio, donde jamás recibió ninguna visita, hasta que su hijo fué lo bastante mayor como para que le permitieran verla sin autorización. - hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y asimilar sus propias palabras – Mi padre odió a mi abuelo durante el resto de su vida por haberle privado de su madre, tal vez por eso me llevó a conocerla, a ella y a su mundo, o mejor dicho, al tuyo ¿no es así?
Se levantó de la silla, dispuesta a recoger la mesa, pero dedicó unos segundos a inspeccionar los huesos que se amontonaban en la bandeja, restos de lo que había supuesto una deliciosa cena.
- Siempre te culpó de su desgracia. - dijo – Tú la llevaste a ese lugar de locos, donde la persiguieron, la juzgaron, la condenaron y donde tuvo que sobreponerse a todas las cosas que vuestra enferma mente fué capaz de idear. No tuvisteis compasión de una niña inocente y ahora has vuelto ¿por qué? Es demasiado tarde, murió hace dos años, ya no puedes pedir perdón, aunque no creo que hayas venido para eso.
Recogió los platos, los cubiertos y los vasos, los dejó en la pila y regresó a por la fuente. Antes de tirar los huesos en el cubo de la basura, aún les dedicó unas últimas palabras.
- Yo también me llamo Alicia, en honor a mi abuela. Supongo que debo disculparme por olvidar mencionar que me encanta el conejo al ajillo, estabas riquísimo.

domingo, 8 de abril de 2012

La expulsión del paraíso.

Enterré los dedos en la tierra fresca y repté entre los árboles nudosos hasta quedar agazapado en unas raíces. Sujeté mi fusil de madera y me puse a esperar. Las sombras del atardecer dominaban la hondonada del Vigal, solar donde estábamos jugando. Paolo se acercó por el camino, agachado y con la espada de madera resbalando y dejando un surco delator. Su rodilla izquierda sangraba por una herida medio tapada por el barro. Un pequeño reguero había llegado hasta su calcetín, dejando una huella roja. Le hice una seña y corrió hasta mi refugio.
-Oye, agáchate, que nos pueden descubrir.
-Ya, pero es que me he caído y me he manchado. Ya no quiero jugar más.
-Jo, qué chula. Es una herida muy guay, además te sale marca, como si te hubieran disparado.
-Pues es verdad-dijo Paolo, mientras enseñaba la rodilla y se echaba la espada al hombro, con aires de suficiencia-. Puedo decir que fueron unos contrabandistas.
-O unos indios, que te rozaron con una flecha envenenada.
-Si estaba envenenada me hubieran matado, listo.
-No es verdad, los héroes nunca se mueren de veneno. Podemos coger unas hierbas de este árbol y frotarte la pierna, y así te salvo.
Los dos oímos el sonido a la vez. Nos miramos y buscamos la protección de las raíces. Yo saqué el fusil por encima de una de ellas, y Paolo echó la espada hacia atrás, en posición de ataque.  
Entre un montón de vigas de madera apareció un niño más pequeño que nosotros. Iba con un palo dando golpes a las matas que tenía enfrente de sus pies. Por su aspecto, era uno de los gitanos que acampaban en el otro lado del solar. En uno de sus golpes levantó la vista y nos vio. Se detuvo en seco. Al ser descubiertos, Paolo y yo nos levantamos y abandonamos nuestro refugio, dando unos pasos en su dirección.
Era un niño más bajo que yo, muy delgado con los brazos largos que le daban el aspecto de un monito. El pelo era de color oscuro, corto por delante y una larga melena por detrás, llena de trasquilones y pegotes de barro que le hacía parecer un guerrero con un casco antiguo. Iba descalzo y al fijarme en sus pies me di cuenta que nunca conocieron lo que eran unos zapatos. Vestía un pantalón corto de color imposible, con una pernera más grande que la otra. Su camiseta se le sostenía sobre un pedazo de tela colgando de su hombro, con un agujero en el costado derecho que permitía ver todas sus costillas. El resto de su cuerpo no oculto por los jirones demostraba la capacidad del ser humano de almacenar suciedad sin que cayera al suelo.
Se acercó a nosotros con pasos cautelosos hasta quedar a nuestro lado, callado. Sin darnos cuenta, Paolo y yo nos juntamos un poco más. Notamos su olor al momento, muy denso y acre, tan dominante que dejamos de respirar la tierra húmeda del ambiente. Arrugué un poco la nariz. El niño se acercó otro paso hacia mí y levantó su cabeza. Con aire de insolencia y desafío, entornó los ojos y juntó las cejas. Pudimos ver sus brazos y piernas llenos de morados y cicatrices. En la mano izquierda le faltaban dos dedos dejándole un aspecto de garra de ave. Pero lo que nos dio miedo fue su mirada; era profunda, intensa, y hablaba de cosas que no comprendíamos. Paolo y yo nos dimos cuenta de que ese niño flaco y pequeño era mucho mayor y que había conocido cosas que no podíamos imaginar en nuestras historias de contrabandistas y piratas.
Sentí un leve movimiento en el fusil de madera que tenía al costado. El niño lo había agarrado con la mano deforme. Lo sujeté con fuerza y lo acerqué a mí. El gitanillo dio un violento tirón para conseguir su presa, pero no pudo hacerse con él pues lo tenía muy agarrado. Nos miró y lanzó un gruñido gutural, salvaje. La cara la tenía deformada y enseñaba los dientes como un perro a punto de atacar. Paolo y yo dimos un paso atrás y en un segundo tirón mi fusil de madera quedó con él. Al tenerlo ya consigo, se agachó tensando el brazo donde llevaba el palo mientras lanzaba otro rugido. Nos quedamos petrificados. Al ver que no hacíamos nada, lanzó el palo a mis pies, como si fuera una ofrenda. Sujetó el fusil con las dos manos y se le dibujó una mueca en la cara como si fuera una sonrisa. Sin más, se dio la vuelta y salió corriendo hasta perderse por las vigas de donde había salido.

viernes, 30 de marzo de 2012

Ofelia


Uno de los fluorescentes de la sexta planta parpadeaba, señal de una existencia que llegaba a su fin. Tras dos noches de trabajo bajo aquella odiosa luz intermitente, Ofelia empezaba a sentirse irritada por la falta de consideración por parte de los responsables de mantenimiento hacia las personas que recorrían cada día o, como en su caso, cada noche, los pasillos del hospital. El tintineo del tubo rompía el placentero silencio del que solía disfrutar y no estaba dispuesta a consentirlo indefinidamente.
Escurrió la fregona mientras maldecía por lo bajo al electricista, a la lámpara y a la madre que los había parido y para hacer más patente su enfado, enarboló firmemente el palo de madera de forma amenazante, para que no quedase ninguna duda al respecto. Acto seguido, su estupenda herramienta de faena, cien por cien algodón crudo (nada de esa porquería moderna de microfibra), bailaba al ritmo que marcaba su mano experta.
Decidió olvidar el asunto, sólo de momento, para centrarse en el suelo y en aquella canción de la radio que no lograba quitarse de la cabeza ¡malditos éxitos del verano! Los escuchabas una vez y resultaba muy difícil dejar de tararearlos, aunque la canción fuese un asco o el intérprete demasiado empalagoso, no había manera. Cuando el tema era en inglés, Ofelia se inventaba la letra, incluso las palabras, pues de la lengua de Shakespeare ni idea, la verdad. El asunto se complicaba con las letras nacionales, pues soltar barbaridades entendibles resultaba absurdo a la par que bochornoso, aunque alguna vez había sucedido, provocandole más de una carcajada.
Se detuvo un momento para beber un poco de agua y echar un vistazo al reloj. - Las tres y media – murmuró mientras le dedicaba otra mirada al causante de aquella mortecina e inestable luz. Ofelia odiaba los fluorescentes lo mismo que el detergente de pino que le proporcionaban en el hospital. Había hablado con el responsable de administración y con el director para cambiar aquél olor que le provocaba picores en la nariz, por uno de lavanda, pero no dieron su brazo a torcer y ella tuvo que aceptarlo a regañadientes. Así habían transcurrido ya dieciseis años al servicio de la sanidad pública, con sus ventajas y sus inconvenientes, pero en general, tranquilos y bien pagados. Aunque su trabajo se limitaba a la limpieza y acondicionamiento de tres de las nueve plantas del hospital, en ocasiones había tenido que prestar ayuda con alguna urgencia nocturna; un paciente que entraba en crisis, otro que despertaba a media noche y se dedicaba a deambular por los pasillos o para avisar al médico de guardia de un fallecimiento. Estaba claro que no era normal que una simple limpiadora participase en tales eventos, pero Ofelia era incapaz de mantenerse al margen y poco a poco, la situación se fué haciendo tan habitual, que terminó por convertirse en algo natural. A ella le gustaba sentirse útil y el personal sanitario apreciaba esa dedicación y esfuerzo, tal vez por eso, siempre que la ocasión lo permitía, reclamaban su presencia para echar una mano.
No había nadie tras el mostrador que se hallaba al final del pasillo. Esa noche estaba de guardia Lucía, pero había bajado a tomar un café y casi seguro había coincidido con otra enfermera y estarían ambas contándose mentiras, para variar. Mientras decidía si bajar también, en cuanto terminara la faena de la sexta planta, para relajarse un poco antes de afrontar el trabajo en la séptima, un leve susurro a sus espaldas la hizo detenerse. No solía sobresaltarse, era una mujer con los nervios bien templados y ésta vez no fué la excepción. Se dió la vuelta lentamente, sonriendo, como una madre sabedora de que pillará a su hijo en plena fechoría. Se detuvo al encontrarse con unos ojos de un azul muy claro, que la miraban entre avergonzados e inquietos.
- ¡Pero señor García! - exclamó - ¿Qué hace aquí? Debería permanecer en su habitación, es muy tarde ¿sabe?
- Lo siento, - respondió – no pretendía molestar.
- ¡En absoluto! - le tranquilizó Ofelia mientras dejaba la fregona apoyada en la pared y se acercaba hasta donde se hallaba el anciano – Dígame ¿le puedo ayudar en algo?
- No lo sé, me he despertado algo confuso, - dijo evitando mirarla a los ojos – ni siquiera he sido capaz de reconocer el lugar donde estoy, hasta que he salido y la he visto.
Ofelia observó con ternura a aquella figura alta, esbelta y que tanto le recordaba a su padre. Se preguntó cuántas veces había pasado por la misma situación a lo largo de tantos años - Muchas – se dijo a sí misma, aunque sabía perfectamente lo que le agradaba el poder ser útil en otra cosa que no fuese pasear de arriba a abajo con el dichoso carrito a cuestas.
- Señor García, - dijo al fin – debería regresar a su habitación y no se preocupe, ahora mismo me ocupo de que avisen a sus familiares ¿de acuerdo?
- Muchas gracias Ofelia, – respondió el anciano – eres un cielo.
Dicho ésto, mientras ella se dirigía hacia el mostrador de Lucy, el anciano desapareció. Echó un vistazo al pasillo para comprobar que ya no estuviese ahí y marcó la extensión correspondiente a recepción.
- ¿Diga? - la voz de Lola sonaba cansada a través del auricular.
- Buenas noches, soy Ofelia.
- Hola, guapa. - saludó con algo más de alegría – Estoy esperando a que bajes, hoy te toca pagar el café.
- Dame quince minutos y estoy contigo, que me he retrasado un poco. - dijo – Pero antes necesito un favor.
- Tú dirás.
- Avisa al doctor Ibañez del fallecimiento del señor García, habitación 68. - se notaba algo de pesar en sus palabras – ¡Ah! y llamas a mantenimiento y le dices a Santi que, o viene por voluntad propia a cambiar la lámpara de la sexta planta o se las tendrá que ver conmigo.