Observo
con atención, aún desconfiado, aún con cautela. Todos los indicios
apuntan en la misma dirección. Respiro hondo y aflora esa sonrisa
que muy pocos conocen, la que todos, excepto el enemigo, desean ver.
La satisfacción es más que evidente, pero no ha sido un camino de
rosas y eso siempre deja huella. En
mis
ojos se
refleja
la dureza de la batalla, las noches en vela, la
desesperación del guerrero cuando se ve superado, cuando aparecen
las dudas y las fuerzas fallan, cuando el alma y el corazón
descienden a los infiernos...
Pero yo nací para ésto,
para superar cualquier obstáculo y entregarme a mi labor hasta sus
últimas consecuencias. Los dioses me otorgaron un don y merecería
el peor de los castigos si no pusiese todo mi empeño y utilizase
todas mis habilidades en cada lid. No, ellos no me lo perdonarían,
ni yo tampoco.
Guardo, pues, todas mis
armas y utensilios, sin apartar los ojos del campo de batalla, libre
de cualquier fuerza hostil, limpio, puro. Pronto volverá a florecer
y será como antaño, un lugar bello y lleno de vida.
-
¿Y bien? - me
susurra una voz al oído.
- Es una clara
victoria.
- ¿Está curado?
Me doy la vuelta para
poder mirar los ojos de mi joven interlocutora, siempre ávida de
conocimiento, siempre con una pregunta en la recámara, siempre
inconformista.
- El oficio es duro,
se pierden muchas batallas – miro otra vez al niño postrado en la
cama – pero ésta guerra está ganada. El cáncer ha desaparecido
- ¡Joder, doctor!
Desde luego, el apodo del exterminador te va como anillo al dedo.
Hoy lo celebraremos por
todo lo alto, aunque será breve. Mañana habrá que buscar nuevos
retos y enfrentarnos a nuevos adversarios.