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lunes, 7 de abril de 2014

El quinto protocolo (primera parte)


Un ruido estridente me arrancó de los brazos de Morfeo, depositándome, a eso de las cuatro y media de la madrugada, en una absurda y oscura realidad. El teléfono sonó varias veces mientras mis párpados luchaban por mantenerse abiertos, mi mano tanteaba sobre la mesita de noche buscando el dichoso aparato y mi mente intentaba decidir si era lunes o martes. Cuando finalmente localicé la fuente de mi suplicio, descolgué con desgana, escuchando las gotas de lluvia repiquetear sobre alguna superficie metálica en la calle.
El culpable, que no podía ser otro que mi jefe; hablaba demasiado rápido y nervioso, lo que me hizo del todo incomprensible aquél discurso que duró unos quince minutos. A pesar de todo, fuí capaz de retener dos frases: Stanis ilocalizable y activar quinto protocolo. Si la primera frase me causó horror, su extensión me dejó petrificado.
Me vestí lo más rápido que pude, mientras pensaba en Stanis. Entendía que cundiese el pánico con su desaparición, pero ¿hasta el punto de atreverse a mencionar al quinto? Necesitaba respuestas y las necesitaba ya.
El coche volaba bajo la lluvia, haciendo caso omiso de semáforos y señales de tráfico. A esas horas, aún de noche, las calles eran suyas y yo, un mero espectador. Tardé quince minutos en realizar un trayecto que, en circunstancias normales, podría haberme costado entre cuarenta y una hora. Me estaban esperando.
Amanecía. Los primeros rayos del sol se filtraron por las rendijas de las persianas, mezclándose con la luz artificial de la sala de juntas. La histeria fue la nota dominante durante los primeros minutos, donde voces inconexas, originadas en diversos puntos, colisionaban en el centro mismo, creando un caos sonoro. La cordura tardó, pero finalmente hizo acto de presencia, mientras yo clavaba la mirada, incrédulo, en aquellos rostros fatigados e hinchados, fruto del sueño y el exceso de alcohol. No les culpaba, aquello era grave.
El secretario se esforzó por hacer un resumen claro y conciso, cosa que, sorprendentemente y a pesar de su notable estado de embriaguez, consiguió. Si bien es cierto que a más de un fragmento tuve que echarle imaginación, con algún que otro corta/pega mental; no interrumpí en ningún momento su informe.
El punto número uno había quedado bien claro desde el principio. Nuestro ingeniero informático, Stanis, había desaparecido sin dejar rastro. La pregunta era sencilla ¿cómo se podía perder a un genio de las computadoras, con el aspecto y altura de un oso siberiano, en una ciudad tan pequeña? Teniendo en cuenta que, además, era un paranoico de la seguridad (sobre todo de la suya) y tenía por costumbre decir o dejar por escrito a dónde iba, con quién, lo que estimaba que tardaría y la mayor cantidad de números de teléfono que le fuera posible conseguir, en caso de que fuera imprescindible localizarle. Así que si, teníamos un problema muy grave con lo del ruso.
El punto número dos era el verdadero quebradero de cabeza y el más crítico al que debíamos enfrentarnos. El centro neurálgico del suministro eléctrico de todo el planeta había sido hackeado. Aunque analizando bien la situación, ambos problemas necesitaban la misma solución, a Stanis.
- Nos lo advirtió, - dije en voz suficientemente audible – a todos y cada uno de nosotros, pero nadie le hizo caso. Creímos que eran paranoias producidas por se ego, pura excentricidad ¡Miradnos ahora!
- Pero el ruso... - el secretario de defensa Reel siempre tenía un “pero” en la boca, aunque ésta vez no se lo iba a permitir.
- ¡Se han colado en el código fuente del distribuidor mundial de energía! -grité – Creo que no necesito recordaros a qué nivel tiene acceso el pirata.
Por sus caras, deduje que lo entendían perfectamente. Stanis me lo había explicado cientos de veces, aquello era su obsesión. Utilizando los principios básicos de la informática, todo se reducía a ceros y unos, donde cero se traduce en apagado y uno es encendido. Sistema binario, recitaba una y otra vez con una sonrisa de oreja a oreja. Según contaba, era posible acceder a cuarquier ordenador desde la red eléctrica y actuar sobre el mismo sin ser detectado por un antivirus o cortafuegos, por muy sofisticados que éstos fueran. El procedimiento, en la teoría, era sencillo; en la práctica no tanto. La esencia de dicha teoría se sustentaba en el código Morse, lento y costoso, pero tremendamente efectivo. Nadie se había planteado, hasta ese momento, hacer algo mínimamente parecido. Se requerían conocimientos y práctica de informática básica, tener muy claro lo que se pretendía hacer y desarrollar un complicado programa en modo rudimentario, por decirlo de alguna forma.
Pensar en toda la maquinaria bélica que en ese momento estaba expuesta al capricho de un desconocido, hacía que se me revolviesen las tripas. El ruso fue capaz de imaginar algo así y tenía muy claro que, si él había llegado a esa conclusión, tarde o temprano otros lo harían.
- ¿Qué solución propones? - la pregunta venía directamente de Brian Shuttle, el máximo responsable de aquella mole de hierro y hormigón. El jefe.
- Sólo tenemos dos opciones, o encontramos a Stanis o apagamos.
- ¡Por dios! - exclamó Reel -¿Sabe lo que está diciendo? La humanidad no sobrevivirá ni tres días.
- ¿Prefiere ver como se activan por si mismos los escudos de defensa y se arman los misiles atómicos? - dije sin ningún tipo de reparo - ¿Se va a sentar en el jardín de su casa a ver el espectáculo? Debe ser precioso observar cómo bombas provenientes de medio mundo caen a nuestro alrededor.
- ¡Por favor, señores! - exclamó el vicesecretario de defensa, Lars. No recordaba su nombre. - Necesitamos soluciones, no añadir problemas a los que ya tenemos.
- O Stanis o apagón, - insistí – no hay más alternativas.
- Pues vayamos a por Stanis. - concedió Shuttle - ¿Por dónde empezamos?
- Aquí tengo un listado con sus localizaciones habituales. - la voz de Julia, máximo responsable del departamento de cuentas, llegó como un soplo de aire fresco en medio de un asfixiante día de verano - Propongo repartirnos las tareas y ponernos a ello cuanto antes.