Uno
de los fluorescentes de la sexta planta parpadeaba, señal de una
existencia que llegaba a su fin. Tras dos noches de trabajo bajo
aquella odiosa luz intermitente, Ofelia empezaba a sentirse irritada
por la falta de consideración por parte de los responsables de
mantenimiento hacia las personas que recorrían cada día o, como en
su caso, cada noche, los pasillos del hospital. El tintineo del tubo
rompía el placentero silencio del que solía disfrutar y no estaba
dispuesta a consentirlo indefinidamente.
Escurrió
la fregona mientras maldecía por lo bajo al electricista, a la
lámpara y a la madre que los había parido y para hacer más patente
su enfado, enarboló firmemente el palo de madera de forma
amenazante, para que no quedase ninguna duda al respecto. Acto
seguido, su estupenda herramienta de faena, cien por cien algodón
crudo (nada de esa porquería moderna de microfibra), bailaba al
ritmo que marcaba su mano experta.
Decidió
olvidar el asunto, sólo de momento, para centrarse en el suelo y en
aquella canción de la radio que no lograba quitarse de la cabeza
¡malditos éxitos del verano! Los escuchabas una vez y resultaba muy
difícil dejar de tararearlos, aunque la canción fuese un asco o el
intérprete demasiado empalagoso, no había manera. Cuando el tema
era en inglés, Ofelia se inventaba la letra, incluso las palabras,
pues de la lengua de Shakespeare ni idea, la verdad. El asunto se
complicaba con las letras nacionales, pues soltar barbaridades
entendibles resultaba absurdo a la par que bochornoso, aunque alguna
vez había sucedido, provocandole más de una carcajada.
Se
detuvo un momento para beber un poco de agua y echar un vistazo al
reloj. - Las tres y media – murmuró mientras le dedicaba otra
mirada al causante de aquella mortecina e inestable luz. Ofelia
odiaba los fluorescentes lo mismo que el detergente de pino que le
proporcionaban en el hospital. Había hablado con el responsable de
administración y con el director para cambiar aquél olor que le
provocaba picores en la nariz, por uno de lavanda, pero no dieron su
brazo a torcer y ella tuvo que aceptarlo a regañadientes. Así
habían transcurrido ya dieciseis años al servicio de la sanidad
pública, con sus ventajas y sus inconvenientes, pero en general,
tranquilos y bien pagados. Aunque su trabajo se limitaba a la
limpieza y acondicionamiento de tres de las nueve plantas del
hospital, en ocasiones había tenido que prestar ayuda con alguna
urgencia nocturna; un paciente que entraba en crisis, otro que
despertaba a media noche y se dedicaba a deambular por los pasillos o
para avisar al médico de guardia de un fallecimiento. Estaba claro
que no era normal que una simple limpiadora participase en tales
eventos, pero Ofelia era incapaz de mantenerse al margen y poco a
poco, la situación se fué haciendo tan habitual, que terminó por
convertirse en algo natural. A ella le gustaba sentirse útil y el
personal sanitario apreciaba esa dedicación y esfuerzo, tal vez por
eso, siempre que la ocasión lo permitía, reclamaban su presencia
para echar una mano.
No
había nadie tras el mostrador que se hallaba al final del pasillo.
Esa noche estaba de guardia Lucía, pero había bajado a tomar un
café y casi seguro había coincidido con otra enfermera y estarían
ambas contándose mentiras, para variar. Mientras decidía si bajar
también, en cuanto terminara la faena de la sexta planta, para
relajarse un poco antes de afrontar el trabajo en la séptima, un
leve susurro a sus espaldas la hizo detenerse. No solía
sobresaltarse, era una mujer con los nervios bien templados y ésta
vez no fué la excepción. Se dió la vuelta lentamente, sonriendo,
como una madre sabedora de que pillará a su hijo en plena fechoría.
Se detuvo al encontrarse con unos ojos de un azul muy claro, que la
miraban entre avergonzados e inquietos.
-
¡Pero señor García! - exclamó - ¿Qué hace aquí? Debería
permanecer en su habitación, es muy tarde ¿sabe?
-
Lo siento, - respondió – no pretendía molestar.
-
¡En absoluto! - le tranquilizó Ofelia mientras dejaba la fregona
apoyada en la pared y se acercaba hasta donde se hallaba el anciano –
Dígame ¿le puedo ayudar en algo?
-
No lo sé, me he despertado algo confuso, - dijo evitando mirarla a
los ojos – ni siquiera he sido capaz de reconocer el lugar donde
estoy, hasta que he salido y la he visto.
Ofelia
observó con ternura a aquella figura alta, esbelta y que tanto le
recordaba a su padre. Se preguntó cuántas veces había pasado por
la misma situación a lo largo de tantos años - Muchas – se dijo a
sí misma, aunque sabía perfectamente lo que le agradaba el poder
ser útil en otra cosa que no fuese pasear de arriba a abajo con el
dichoso carrito a cuestas.
-
Señor García, - dijo al fin – debería regresar a su habitación
y no se preocupe, ahora mismo me ocupo de que avisen a sus familiares
¿de acuerdo?
-
Muchas gracias Ofelia, – respondió el anciano – eres un cielo.
Dicho
ésto, mientras ella se dirigía hacia el mostrador de Lucy, el
anciano desapareció. Echó un vistazo al pasillo para comprobar que
ya no estuviese ahí y marcó la extensión correspondiente a
recepción.
-
¿Diga? - la voz de Lola sonaba cansada a través del auricular.
-
Buenas noches, soy Ofelia.
-
Hola, guapa. - saludó con algo más de alegría – Estoy esperando
a que bajes, hoy te toca pagar el café.
-
Dame quince minutos y estoy contigo, que me he retrasado un poco. -
dijo – Pero antes necesito un favor.
-
Tú dirás.
-
Avisa al doctor Ibañez del fallecimiento del señor García,
habitación 68. - se notaba algo de pesar en sus palabras – ¡Ah! y
llamas a mantenimiento y le dices a Santi que, o viene por voluntad
propia a cambiar la lámpara de la sexta planta o se las tendrá que
ver conmigo.