Vistas de página en total

viernes, 30 de marzo de 2012

Ofelia


Uno de los fluorescentes de la sexta planta parpadeaba, señal de una existencia que llegaba a su fin. Tras dos noches de trabajo bajo aquella odiosa luz intermitente, Ofelia empezaba a sentirse irritada por la falta de consideración por parte de los responsables de mantenimiento hacia las personas que recorrían cada día o, como en su caso, cada noche, los pasillos del hospital. El tintineo del tubo rompía el placentero silencio del que solía disfrutar y no estaba dispuesta a consentirlo indefinidamente.
Escurrió la fregona mientras maldecía por lo bajo al electricista, a la lámpara y a la madre que los había parido y para hacer más patente su enfado, enarboló firmemente el palo de madera de forma amenazante, para que no quedase ninguna duda al respecto. Acto seguido, su estupenda herramienta de faena, cien por cien algodón crudo (nada de esa porquería moderna de microfibra), bailaba al ritmo que marcaba su mano experta.
Decidió olvidar el asunto, sólo de momento, para centrarse en el suelo y en aquella canción de la radio que no lograba quitarse de la cabeza ¡malditos éxitos del verano! Los escuchabas una vez y resultaba muy difícil dejar de tararearlos, aunque la canción fuese un asco o el intérprete demasiado empalagoso, no había manera. Cuando el tema era en inglés, Ofelia se inventaba la letra, incluso las palabras, pues de la lengua de Shakespeare ni idea, la verdad. El asunto se complicaba con las letras nacionales, pues soltar barbaridades entendibles resultaba absurdo a la par que bochornoso, aunque alguna vez había sucedido, provocandole más de una carcajada.
Se detuvo un momento para beber un poco de agua y echar un vistazo al reloj. - Las tres y media – murmuró mientras le dedicaba otra mirada al causante de aquella mortecina e inestable luz. Ofelia odiaba los fluorescentes lo mismo que el detergente de pino que le proporcionaban en el hospital. Había hablado con el responsable de administración y con el director para cambiar aquél olor que le provocaba picores en la nariz, por uno de lavanda, pero no dieron su brazo a torcer y ella tuvo que aceptarlo a regañadientes. Así habían transcurrido ya dieciseis años al servicio de la sanidad pública, con sus ventajas y sus inconvenientes, pero en general, tranquilos y bien pagados. Aunque su trabajo se limitaba a la limpieza y acondicionamiento de tres de las nueve plantas del hospital, en ocasiones había tenido que prestar ayuda con alguna urgencia nocturna; un paciente que entraba en crisis, otro que despertaba a media noche y se dedicaba a deambular por los pasillos o para avisar al médico de guardia de un fallecimiento. Estaba claro que no era normal que una simple limpiadora participase en tales eventos, pero Ofelia era incapaz de mantenerse al margen y poco a poco, la situación se fué haciendo tan habitual, que terminó por convertirse en algo natural. A ella le gustaba sentirse útil y el personal sanitario apreciaba esa dedicación y esfuerzo, tal vez por eso, siempre que la ocasión lo permitía, reclamaban su presencia para echar una mano.
No había nadie tras el mostrador que se hallaba al final del pasillo. Esa noche estaba de guardia Lucía, pero había bajado a tomar un café y casi seguro había coincidido con otra enfermera y estarían ambas contándose mentiras, para variar. Mientras decidía si bajar también, en cuanto terminara la faena de la sexta planta, para relajarse un poco antes de afrontar el trabajo en la séptima, un leve susurro a sus espaldas la hizo detenerse. No solía sobresaltarse, era una mujer con los nervios bien templados y ésta vez no fué la excepción. Se dió la vuelta lentamente, sonriendo, como una madre sabedora de que pillará a su hijo en plena fechoría. Se detuvo al encontrarse con unos ojos de un azul muy claro, que la miraban entre avergonzados e inquietos.
- ¡Pero señor García! - exclamó - ¿Qué hace aquí? Debería permanecer en su habitación, es muy tarde ¿sabe?
- Lo siento, - respondió – no pretendía molestar.
- ¡En absoluto! - le tranquilizó Ofelia mientras dejaba la fregona apoyada en la pared y se acercaba hasta donde se hallaba el anciano – Dígame ¿le puedo ayudar en algo?
- No lo sé, me he despertado algo confuso, - dijo evitando mirarla a los ojos – ni siquiera he sido capaz de reconocer el lugar donde estoy, hasta que he salido y la he visto.
Ofelia observó con ternura a aquella figura alta, esbelta y que tanto le recordaba a su padre. Se preguntó cuántas veces había pasado por la misma situación a lo largo de tantos años - Muchas – se dijo a sí misma, aunque sabía perfectamente lo que le agradaba el poder ser útil en otra cosa que no fuese pasear de arriba a abajo con el dichoso carrito a cuestas.
- Señor García, - dijo al fin – debería regresar a su habitación y no se preocupe, ahora mismo me ocupo de que avisen a sus familiares ¿de acuerdo?
- Muchas gracias Ofelia, – respondió el anciano – eres un cielo.
Dicho ésto, mientras ella se dirigía hacia el mostrador de Lucy, el anciano desapareció. Echó un vistazo al pasillo para comprobar que ya no estuviese ahí y marcó la extensión correspondiente a recepción.
- ¿Diga? - la voz de Lola sonaba cansada a través del auricular.
- Buenas noches, soy Ofelia.
- Hola, guapa. - saludó con algo más de alegría – Estoy esperando a que bajes, hoy te toca pagar el café.
- Dame quince minutos y estoy contigo, que me he retrasado un poco. - dijo – Pero antes necesito un favor.
- Tú dirás.
- Avisa al doctor Ibañez del fallecimiento del señor García, habitación 68. - se notaba algo de pesar en sus palabras – ¡Ah! y llamas a mantenimiento y le dices a Santi que, o viene por voluntad propia a cambiar la lámpara de la sexta planta o se las tendrá que ver conmigo.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Caer como mosca


¿Me engañó o me dejé engañar? Aún no lo sé. Lo que está claro es que utilizó todos los medios de los que disponía para llamar mi atención. Y funcionó. Todavía perdura el dulce aroma, la hermosa visión de su silueta, el sabor...
Caí, a pesar de saber lo que vendría después, caí. El instinto quedó absolutamente anulado por el deseo y no quise escuchar a esa vocecilla interior suplicando que me alejase, que pedía a gritos que saliese corriendo en la dirección opuesta. Ahora es muy tarde para lamentarse y únicamente me queda aceptar que fué más lista que yo, que sus armas de persuasión eran demasiado perfectas y mis debilidades excesivamente obvias.
Sólo queda esperar el desenlace de la historia, inevitable y fatídico. Mi cuerpo se descompone y no puedo hacer nada para evitarlo. He caído en ésta trampa mortífera, disfrazada de bella flor, como el insecto que soy. Las alas ya se han disuelto y pronto las seguirá el resto de mí.

miércoles, 14 de marzo de 2012

GRANJEROS GUERREROS (PARTE V)

-¡Matadle, padre! No le tengáis piedad, que muera como los otros –gritó Nuño enristrando la lanza como si lo fuese a atravesar-. El nos habría hecho lo mismo. No le dejéis con vida.

Sáenz miró al soldado que tenía a sus pies, ya derrotado pero orgulloso en su mirada. Sus hijos se detuvieron a pocos pasos de ellos jadeando y muy alterados. Era la primera vez en su vida que probaban la sangre. Recordó cuando le había tocado a él, era también casi un crío, mayor de lo que era su hijo Cástor en estos momentos. Cuando acabó su combate, estaba avergonzado y tuvo que correr a un riachuelo, pues se había ensuciado. Lloraba cuando un veterano llegó a su altura, se bajó los calzones y comenzó a limpiarse. Le miró un momento, escupió frente a él y le dijo “Chaval, llora si estás muerto o herido, no por estar vivo”. Para corroborar su afirmación, escupió de nuevo frente a él, y luego, muy digno, se subió de nuevo los calzones y se fue hacia el escenario de la matanza, dejándolo confuso. Otro grito de su hijo mayor le devolvió a la realidad.

-Padre, dejadme matarle a mí, soy el mayor, quiero matarle yo mismo. Para afirmarse, se plantó y levantó su arma con las dos manos por encima de la cabeza.

Sáenz vio a sus dos hijos de nuevo y desvió la vista a Serena, su mujer, que se había acercado tranquila. Tenía una sonrisa orgullosa y se desprendía de ella una sensación de seguridad. Con el arco, parecía una guerrera de las montañas. Se volvió a sorprender de lo bella que todavía era. Se miraron y ambos supieron qué hacer.

-Este soldado se ha rendido a mí. Yo decidiré qué hacer con su vida, y no unos mocosos que dicen a su padre cómo proceder –se dirigió directamente a su rehén mientras sus hijos bajaban los ojos avergonzados: ¿vas a darme la información que te pida?

-¿Tendréis piedad si lo hago? -respondió el soldado tras una leve duda.

-Tendrás lo que has pedido si me das la información que quiero saber, te lo puedo asegurar. Y estoy seguro de que es más de lo que tú y tus compañeros habríais hecho con mi familia –respondió Sáenz. Luego se dirigió a sus hijos: vosotros, ¿todavía tenéis ganas de matar?

-Sí, padre –respondieron a la vez un tanto confusos, pero irguiéndose orgullosos.

-Pues degollad a los cerdos y a los corderos. Degollad también a la cabra y arrastrad los cadáveres a los sembrados. Patead a las gallinas para que huyan, y las que no las matáis también. Los caballos que están heridos, rematadlos, y conseguid esos dos caballos que están sueltos y que todavía no han huido. Venga, deprisa.

Vio que sus hijos lo miraban confusos, parados en su sitio sin entender lo que les estaba diciendo.

-¿Creéis que esto ya está? Estos son los primeros soldados, pero después vendrán más, y os aseguro que no podremos con ellos. Cuando vengan, estaremos lejos, pero sólo encontrarán muerte, no podrán aprovechar nada. ¡Corred! –les rugió.