Exhausto
y satisfecho. Así es como debe sentirse un guerrero al concluir la
batalla, señal de que ha hecho un buen trabajo. Así es como me
siento al observar los cadáveres apilados frente a mi. No hay
remordimientos, es un síntoma de debilidad que el enemigo detecta al
primer atisbo. Ni se pide clemencia, ni se otorga. Hay leyes no
escritas en éste negocio que deben respetarse.
El
calor es sofocante. Mientras guardo las armas, noto el sudor correr
por mi espalda y las gotas que se forman en mi frente. Ha sido una
lucha feroz, la más dura que puedo recordar, pero el resultado ha
sido impecable. Todos han sido aniquilados y mi señor quedará
complacido, lo que supondrá una cuantiosa recompensa que gastaré en
mujeres y vino, los pocos placeres que alguien como yo debe
permitirse.
Aún
dedico unos segundos a contemplar mi obra. Miembros amputados,
cráneos aplastados, sangre que empieza a coagularse, restos de una
vida miserable segada por la inagotable sed del guerrero...
-
¡Niño! - escucho gritar detrás de mi – ¡Recoge tus cosas que
nos vamos! Tenemos una plaga de cucarachas en el centro.
-
¿Qué hacemos con las ratas? - pregunto con indiferencia.
-
Déjalo, que la señora me ha dicho que ya se ocupan ellos ¡Vámonos
ya!
Y
así, orgulloso y con la ilusión de un nuevo desafío, abandono el
campo de batalla. La gente me conoce como el exterminador y ese
nombre es el que mejor me define.