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lunes, 27 de agosto de 2012

Una idea divertida


Goran comprobó en su reloj que faltaban aún cinco minutos. Después de casi veinticuatro horas encerrado en aquella habitación mal ventilada, donde en las contadas ocasiones en que había necesitado moverse, tuvo que hacerlo con el máximo sigilo, la necesidad de aire fresco y luz natural era cada vez mayor. Su estancia allí exigió, como tantas otras veces, prescindir de alimento sólido, supliendo tal necesidad con sopa preparada y embotellada por él mismo. Gajes del oficio.
Echó un vistazo a través de la mira telescópica de su viejo Zastava. Le encantaba todo de aquél rifle; el tacto, la precisión, la historia llena de éxitos y sangre que podía sentir en la punta de los dedos cada vez que acariciaba el arma. Pero no era momento de ponerse melancólico, tenía una misión que cumplir, un objetivo y una huída rápida y limpia. Tres minutos para la hora cero, un minuto para recoger todo y dos más para abandonar el edificio.
Tres meses fué el plazo dado por su cliente para hacer los preparativos. Con una ruta marcada en un mapa y un millón de dólares como anticipo, Goran se aventuró por las calles, siguiendo el recorrido a pie, tomando nota de cada cruce o plaza que se ajustase a sus necesidades. Una vez seguro de haber elegido bien, investigó y visitó una veintena de edificios situados en los alrededores de esos puntos marcados, midiendo distancias, comprobando salidas, posibles refugios y alternativas de escape en todos ellos. Se decidió por el sexto piso de una finca de reciente construcción y con carteles que ofertaban un par de viviendas en alquiler.
Una vez decidido el nido, el siguiente paso consistió en revisar una y otra vez cada ruta para salir de ahí lo más rápido posible. Varios coches robados y con matrículas falsas, fueron distribuídos por los alrededores. Cada bar, cada estacionamiento, cada comercio, todo fue inspeccionado minuciosamente de arriba a abajo. La empresa encomendada requería de toda su astucia y conocimientos y toda precaución era poca. El objetivo a abatir era difícil, mediático e importante. Tenía que eliminar al futuro presidente del país.
No estaba en su naturaleza el cuestionarse a quien mataba o el por qué. Era lo que mejor sabía hacer y le gustaba su trabajo. Que fuese alguien importante o no, no era asunto suyo, le pagaban por ello y era suficiente. Pero había algo que le producía una sensación extraña, casi divertida. Aunque la política no le interesaba en lo más mínimo, conocía perfectamente el motivo por el que le habían contratado. Los dictadores siempre entorpecieron los planes de los países económicamente poderosos y básicamente lo que se pretendía, era impedir la subida al poder de un tirano para que los tiranos de siempre no se viesen perjudicados. Así pues, la solución pasaba por suprimir al obstáculo, antes de que éste se hiciese más fuerte.
Goran volvió a mirar su reloj, treinta segundos. Ya se escuchaba la música de la comitiva acercarse, los gritos de la gente vitoreando al futuro lider. Revisó rápidamente el rifle, respirando lentamente, bajando las pulsaciones mientras observaba por la mira telescópica, fijando el objetivo cincuenta metros antes del punto donde estaba planeado el impacto. El rifle siguió apuntando a la cabeza sin desviarse mientras el coche oficial cubría esa distancia.

- ¿Señor secretario? Tiene una llamada por la línea tres.
- Gracias, puedes retirarte. - dijo con una sonrisa. Esperó hasta oir el chasquido de la puerta al cerrarse y habló por el auricular. - ¿Diga?
- Misión abortada, objetivo sigue en ruta. - Sentenció Goran.
- ¡Goran! - gritó el secretario gubernamental - ¡Pedazo de imbécil! ¿De qué estás hablando? ¡Te he pagado para que realices un trabajo y quiero resultados, no gilipolleces!
- Con el debido respeto señor, - respondió con absoluta serenidad – aunque tiene toda la razón para quejarse, gritarme e insultarme, debo decirle que me he tomado, por primera vez en mi vida profesional, la libertad de tomar una decisión en contra de mis intereses y como consecuencia, de los suyos.
- Escúchame bien... - empezó a decir el secretario, pero Goran le interrumpió.
- ¡No! Escúche usted. He tenido una idea que me resulta divertida. Voy a ver cómo se las arreglan sin mi para deshacerse de su problema, teniendo en cuenta que las votaciones son dentro de dos días.
Se hizo un silencio, concedido por Goran mientras imaginaba al secretario sudando a raudales y que duró varios segundos. Cuando decidió que era suficiente, continuó.
- Le sugiero además, que se abstenga de intentar localizarme o cazarme o lo que quiera que ustedes hagan. Podría tener otra idea divertida, ya me entiende. Adiós, señor secretario.

jueves, 9 de agosto de 2012

La mejor posesión que Hamid puede tener.

Hamid arrastró sus pies negros por el polvo. Parecía que no pertenecían a su cuerpo menudo, casi esquelético, pequeño… y negro, muy negro. Con la barriga prominente, como si se hubiese tragado la cabeza de un ñu. Y los brazos muy largos, delgados, llenos de costras, heridas y raspones de golpes pasados. El que vivía con su madre era muy aficionado a la leche fermentada de camella y, cuando abusaba de ella, buscaba cualquier excusa para tirarlo al suelo de arena de la choza de barro donde vivían y arrastrarlo por los pies hasta fuera. En esos momentos era cuando odiaba que sólo tuviese nueve años.
Llegó al pozo que estaba a las afueras del poblado. Un agujero enorme en medio de una llanura. Olió el agua y se alegró de que fuera mediodía. No tendría que pelear por su sitio con multitud de mujeres y con niños más fuertes que él. El sol caía a plomo y todo el mundo esperaba a que bajase un poco. Los destellos de las rocas le molestaban los ojos y un viento pesado e irrespirable arrancaba reflejos a las pocas plantas que había.
Depositó en el suelo, con cuidado, la vasija de barro. La gran posesión de su familia, junto con un cuchillo y una piel ajada de camello. El fondo estaba cerca. Había una pequeña cuesta por la que bajar hasta llegar al agua. Si se podía llamar así a ese líquido marrón, pastoso, en el que flotaban multitud de insectos. Hamid se agachó y pudo sentir el frescor de la tierra a través de las encallecidas plantas de sus pies.
Las moscas estaban pesadas. Volaban cerca de sus oídos y aunque procuraba ignorarlas, acababan por meterse entre sus labios, y tenía que soplar con asco. El pozo era amplio y se veían huellas de mil pies: unos de niña, con su pequeña huella apenas marcada en la tierra; allá una huella profunda, deforme, seguro que de una abuela gorda. Y muchísimas alargadas, apenas profundas, con los dedos marcados, de jóvenes que se quedaban a parlotear de chicos.
Se agachó y sumergió de costado su vasija, sujetándola con una mano mientras con la otra golpeaba la superficie del agua, para apartar el máximo de bichos posible. Una vez llena, se incorporó y bebió un largo trago. Sabía a tierra y siempre le quedaba arenilla en la boca que le encantaba masticar. Se ilusionaba pensando que era polvo de mijo y que podía comer hasta hartarse. Pero lo que más le atraía era su frescura. Notaba cómo pasaba el agua por su boca, deslizándose por su garganta hasta llegar a su barriga, dejando una sensación como cuando en la época de las lluvias se podían bañar. Una fuerza entonces salía de su tripa, combatiendo el calor de su cuerpo hasta llegar a todos los rincones. Y entonces notaba cosquilleos en la nuca. Nada le gustaba más que beber ese agua. Salvo cuando su madre por las noches le acariciaba la cabeza y le cantaba historias de su padre hasta que dormía. Una vez había acabado de beber, volvió a llenar la vasija y la cargó para comenzar a subir.
Echó un último vistazo al fondo, y pudo apreciar los diferentes colores del suelo, según estuvieran más pisoteados o no, y mezclados con piedras pequeñas y trozos de vasijas de barro rotas. En dos o tres pasos llegó al borde y apoyó la vasija. Echó un vistazo alrededor mientras se incorporaba.  Era una llanura de diferentes tonos de marrones salpicados de motas verdes. La vegetación sufría el calor tanto como ellos. Podía ver algún árbol en medio, pero no le gustaba acercarse, pues siempre los veía retorcidos y con ramas bajas, como si quisiesen tocar la tierra. Eran árboles aburridos, no podía treparlos sin riesgo de caerse. Prefería correr por la llanura, en dirección a las montañas lejanas que ocultaban el sol por la tarde, y perseguir a las ratas de la llanura viendo cuando se daban el aviso de que un extraño las molestaba. Siempre sacudía la entrada de su madriguera, como si pudiera pillarlas. Y cuando se aburría, tapaba el agujero con la tierra que había sacado, para el día siguiente comprobar que la entrada estaba abierta de nuevo, en desafío permanente.
Un olor agradable inundó su nariz. Cerca de ahí había comida. El ñu oculto en su estómago comenzó a mugir. Hamid levantó la cabeza para localizar su objetivo y supo que debía darlo por perdido. En el límite del poblado estaba un hombre comiendo sentado en una caja de municiones. Detrás tenía una tienda de lona de estilo militar y a su puerta había una olla encima del fuego apagado. Era Ermakil, el cazador, uno de los ricos del pueblo. Se ganaba la vida cazando para los turistas blancos que de vez en cuando aparecían por el pueblo. Venían en grandes coches, se lo llevaban, y volvía dos meses después, cargado de regalos para sus tres mujeres y con ropas raras para él. A menudo venía con unas botas enormes y los niños del poblado decían entre risas que sus piernas parecían las patas de un elefante. Era un hombre orgulloso, desafiante, que quería mandar más que el makala, el jefe del poblado, diciendo que era un ignorante y que no sabía muchas cosas del mundo de más allá de las montañas.
Sujetaba un plato de madera y cogía con la mano una pasta blanca y marrón: cuscús con carne de cabra. Hamid podía verlo por los restos que le quedaban pegados en su barba negra. Su estómago le hizo darse cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Tocó su vasija con los pies, para asegurarse que seguía con él. Y Ermakil levantó la vista. Su mano llena de alimento quedó detenida a medio camino de su boca. Le miró curioso y divertido, y con lentitud deliberada se acercó a la comida, comiendo a bocados pequeños. Para luego lamer despacio, con calculados lengüetazos, primero la palma de su mano, deteniéndose en cada dedo.
Hamid tendría que haber bajado la vista, como muestra de respeto a un mayor. Aceptando su autoridad. Pero no lo hizo, le sostuvo una mirada desafiante, mientras su ñu particular se desbocaba sin casi poderlo sujetar. Ermakil, al ver la actitud de ese maloliente hijo de una cabra, encolerizó. Soltó el plato dentro de la olla, cogió una piedra y se la lanzó con fuerza mientras le lanzaba una maldición.
Hamid, aterrado, vio como la piedra iba directa hacia la vasija que tenía entre sus pies. Apenas le dio tiempo de agacharse y cubrir con su cuerpo el lanzamiento. Recibió el impacto en medio de la espalda. El sonido fue de cuero viejo, y pudo escuchar cómo la piedra rebotaba hacia abajo del pozo para acabar chapoteando en el agua. Escuchó carcajadas amplias, satisfechas, y al volverse pudo ver al cazador sujetándose las caderas y mostrándole la calva, retorcido de placer por su puntería.
Esperó a que su risa bajara de tono. Su espalda le escocía como cuando el compañero de su madre le golpeaba con el palo. Notó algo caliente que le resbalaba hasta mojar su taparrabos. Eso no podía quedar así, cuando él fuera mayor se haría cazador, y entonces él sería el que arrojara las piedras.
Ermakil al final dejó de reír y miró al niño, mostrándole el hueco que tenía en medio de su dentadura. Cogió su plato de comida, metió la mano y volvió a coger más cuscús. Como una fuerza imparable, Hamid se sorprendió levantando la mano derecha y enseñando sus tres dedos últimos, símbolo inequívoco de cuando se va a castrar a los cabritos. Una ofensa de las más graves del poblado, merecedora, seguro, de un gran castigo. Se asustó, pero ya lo había hecho y mantuvo su brazo en el aire hacia Ermakil. Éste abrió mucho los ojos y se agachó hasta ponerse en cuclillas, apoyando el plato en el suelo. Transcurrieron unos segundos hasta que sonrió y le alargó el brazo, ofreciéndole la comida.
Hamid se sorprendió de la reacción del cazador. Pasaron unos segundos mirándose el uno al otro. Se podía escuchar el sonido del calor en el ambiente, el zumbido de los insectos, y … el ñu del estómago golpeando sin piedad. Al final, se agachó, cogió su vasija y dio media vuelta en dirección a la choza de su madre. Seguido de dos sonidos: el de su ñu que empujaba desesperadamente en dirección contraria, sin conseguir controlar esta vez a su dueño; y el golpeteo rítmico en el suelo de Ermakil, con la planta de sus pies, la señal de bienvenida a un nuevo cazador al poblado.