Tal y como lo querías
Alfredo llevaba parte de la tarde conduciendo. Volvía de Valladolid de una reunión con la central de su empresa. Después de diez años de matarse por ellos, estaba de patitas en la calle. Sin ni siquiera una justificación. Le asaltaban imágenes viéndose a sí mismo partiendo la boca al jefe, o cogiéndole de la corbata y haciéndole un nudo alrededor del cuello. Incluso llegó a juguetear con placer con contactar en Internet con algún asesino para que lo despachara. Tenía la boca pastosa, y los ojos hinchados de llorar. La rabia le hacía sujetar el volante con fuerza, como si quisiera arrancarlo de su sitio. Los muslos le dolían de llevarlos contraídos. Su nuca estaba rígida y un dolor sordo se había instalado en su cuello.
Conducía mecánicamente sin apenas ver la carretera. Se estaba empezando a echar encima la noche y los campos labrados eran figuras en penumbra. Estaba despechugado y la chaqueta y el abrigo yacían tirados de cualquier manera en el asiento del copiloto. La lata de coca cola se movía de un lado al otro en la bandeja del salpicadero. El cenicero abría sus fauces rebosantes de colillas. Cantaba a desgarradores gritos el heavy metal que salía de los altavoces, disparándole la adrenalina y deformándole la cara en un rictus de odio. La calefacción a 23 grados hacía que tuviese un poco de color en las mejillas.
Justo después de una curva, al final de la recta vio un coche, que se cambió de carril invadiendo el suyo. Alfredo le echó las luces mientras disminuía la velocidad. Sin embargo, le pareció que el otro aceleraba. Asustado, se cambió al carril contrario y buscó un lateral. Siguió echando las luces, con la esperanza de que fuera un conductor despistado o que se hubiera dormido. Al momento, el otro coche volvió a su carril quedando enfrentado y acercándose más rápido.
-¿Pero qué hace ese hijo puta?-.
Ya no oía la música y las manos le temblaban en el volante. Comenzó a sudar. Giró volviendo a su carril y de nuevo el coche de enfrente se cambió. Entonces se sujetó con fuerza y clavó los frenos. El coche emitió un chillido horrible. Se le clavó en la carne el cinturón de seguridad. El móvil, sus ropas y la lata de coca cola salieron disparados hacia delante. Las narices se le inundaron del olor a goma quemada y del acre sudor que despedía su cuerpo.
Quedó semi cruzado en su carril mientras el otro coche se le echaba encima. Su mano derecha buscó el botón del cinturón de seguridad. Los faros ya le cegaban. Consiguió liberarse y embistió su puerta mientras buscaba la manilla. Rodó fuera, dando varias vueltas en el suelo golpeándose la cabeza y magullándose el hombro al mismo tiempo que la velocidad golpeaba su rostro y escuchaba un horroroso ruido que le traspasaba los tímpanos. Alfredo se quedó en el suelo en posición fetal chillando de pánico, mientras una lluvia de cristales y trozos de metal y plástico le caían encima. Oyó ruido de hierros resbalando por el asfalto. Sólo quedó en el ambiente el sonido del siniestro.
Se incorporó poco a poco apoyándose en una mano, y se dio cuenta de que se había meado. El suelo estaba plagado de cristales redondos y cortantes. Lloraba, y ligeros temblores le recorrían el cuerpo. Tenía la ropa rota por varios sitios. Había perdido el zapato izquierdo. Notaba algo caliente que le corría por una mejilla. Se tocó la cabeza y se dio cuenta de que era sangre, aunque no le dolía nada. Se limpió la mano en el costado de su pantalón. Tosió varias veces, pues tenía polvo en las narices. Notó leves punzadas en el costado izquierdo. Sintió frío.
De pronto, escuchó un grito. Provenía del otro coche. Se había quedado en un lado de la cuneta sobre las cuatro ruedas, con el frontal destrozado. Había comenzado a arder por la parte de atrás. Desvió la vista hacia su coche, que estaba cruzado en medio de la carretera. Otro grito le sacó de su ensimismamiento. Con un gesto de dolor, se acercó cojeando a pequeños pero rápidos saltos. Unos pinchazos agudos le atravesaban la rodilla derecha.
Al final llegó a la altura de lo que había sido la puerta del conductor, que ahora era un hueco deforme. Se asomó al interior y pudo ver a una mujer con la cara llena de sangre. Debía de haber agarrado muy fuerte el volante y con la colisión se le habían roto los brazos. Se echó encima de ella para intentar desabrochar el cinturón de seguridad. De pronto, sintió un calor enorme en su mejilla derecha. Volvió la cabeza y vio cómo enormes llamas ya habían entrado en los asientos traseros. Instintivamente saltó hacia atrás y un calambre inmovilizó todo su cuerpo.
-No me dejes, asesino cabrón, suéltame, suéltame- le gritó la mujer, mirándole con ojos desorbitados de miedo y odio.
Alfredo casi cayéndose intentaba asimilar lo que le estaba diciendo esa mujer. Miró fijamente el cuadro que tenía ante sus ojos. Notó una vaharada de aire caliente que provenía del coche.
-Suéltame, asesino, asesino, suéltame. Asesino, asesino.
De nuevo le martillearon las palabras de la mujer en sus oídos. Algo se quebró en su mente. Alfredo se cogió con las dos manos la cabeza, cerró los ojos, tensó los brazos y lanzó un grito animal. Se dio la vuelta y marchó cojeando hacia su coche. Chocó con él a los pocos metros, se giró y apoyó la espalda. Se dejó caer hasta quedar sentado en el suelo con los codos apoyados en las rodillas. Imágenes repentinas atacaron su razón. Y se vio a sí mismo gritando al aire, babeando y pisando el acelerador a fondo; cambiándose de carril riendo salvajemente; dando botes en el asiento, apoyándose en el volante; insultando y odiando al coche que tenía enfrente; apuntando su frustración en aquel ser de ojos brillantes que se le acercaba; y saltando de su asiento con su cuerpo tenso de placer para evitar la colisión final. Y se vio ahora, tirado en el suelo llorando, mientras los gritos desgarradores de la mujer le decían que las llamas comenzaban a alcanzarla.