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miércoles, 13 de junio de 2012

Promesas


Escuchaba el crujir de las hojas secas bajo mis pies mientras el frío viento otoñal golpeaba mi rostro. Observaba las encinas flanqueando aquella senda preguntándome cuántas veces había recorrido el mismo camino, el que iba desde la herrumbrosa y desvencijada verja de la entrada, hasta aquél pedazo de mármol tallado, que recordaba a quien quisiese mirar, que allí, a modo de última morada, yacían los restos de la única persona a la que he amado.
Carmen. He susurrado ese nombre infinidad de veces es la oscuridad, mientras todos dormían, mientras yo lloraba, mientras otros procuraban mitigar el dolor de su ausencia. Pero yo no. Yo invocaba su imagen, añorándola, recordando su sonrisa enmarcada en tan pálido y hermoso rostro, rescatando de entre las sombras su esbelta silueta, buscando en cada reflejo el dorado de sus cabellos y el brillo de aquellos ojos. Sus ojos.
Abandoné el camino de grava cuando giró en dirección opuesta. La hierba se abrazó a unos zapatos que llegaron completamente mojados hasta la lápida que buscaba. Me arrodillé ante ella, los ojos cerrados, mientras acudían a mi mente los recuerdos de tantos atardeceres juntos, manos entrelazadas y sueños felices. Lloré maldiciendo al cruel destino que nos había separado tan pronto; a la enfermedad que apareció un día, sin previo aviso, para reclamar su alma al día siguiente.
Cuántas promesas llenas de ilusión nos hicimos, bajo el cielo estrellado en las noches de primavera y que se fueron junto a ella hasta quedar enterradas bajo las capas de tierra ante las que me hallaba.
Las palabras encierran un poder especial bajo ciertas circunstancias. Pueden ser dulces o amargas, de amor y de desprecio, expresarlo todo o absolutamente nada. Ahora lo sé. Son armas de doble filo, con las que hay que andarse con mucho cuidado, el mismo que, en un arrebato de insensatez, yo no tuve. Una desafortunada promesa, hecha en la más delicada de las situaciones, fué el motivo que me llevó hasta allí, dispuesto a cumplir con mi parte a pesar de lo que ello significaba. Más allá de la vida y más allá de la muerte.

Han pasado tres días desde que visité el cementerio, recordando cada paso desde que cruzara la verja hasta llegar a la lápida, caer de rodillas y rezar todo cuanto me habían enseñado de niño. Tres días desde que metí la mano en el bolsillo para extraer el arma ejecutora, sostenerla en mi mano y, antes de darme cuenta, lanzarla lo más lejos que fuí capaz y salir corriendo, rompiendo mi promesa.
No puedo dormir, al menos, no demasiado. Me despiertan las pesadillas, las voces que piden justicia, las sombras que danzan a mi alrededor señalándome y riéndose de mí. Sé que vendrá. Carmen reclamará lo que es suyo.

domingo, 3 de junio de 2012

Tal y como lo querías

Alfredo llevaba parte de la tarde conduciendo. Volvía de Valladolid de una reunión con la central de su empresa. Después de diez años de matarse por ellos, estaba de patitas en la calle. Sin ni siquiera una justificación. Le asaltaban imágenes viéndose a sí mismo partiendo la boca al jefe, o cogiéndole de la corbata y haciéndole un nudo alrededor del cuello. Incluso llegó a juguetear con placer con contactar en Internet con algún asesino para que lo despachara. Tenía la boca pastosa, y los ojos hinchados de llorar. La rabia le hacía sujetar el volante con fuerza, como si quisiera arrancarlo de su sitio. Los muslos le dolían de llevarlos contraídos. Su nuca estaba rígida y un dolor sordo se había instalado en su cuello. 
Conducía mecánicamente sin apenas ver la carretera. Se estaba empezando a echar encima la noche y los campos labrados eran figuras en penumbra. Estaba despechugado y la chaqueta y el abrigo yacían  tirados de cualquier manera en el asiento del copiloto. La lata de coca cola se movía de un lado al otro en la bandeja del salpicadero. El cenicero abría sus fauces rebosantes de colillas. Cantaba a desgarradores gritos el heavy metal que salía de los altavoces, disparándole la adrenalina y deformándole la cara en un rictus de odio. La calefacción a 23 grados hacía que tuviese un poco de color en las mejillas.
Justo después de una curva, al final de la recta vio un coche, que se cambió de carril invadiendo el suyo. Alfredo le echó las luces mientras disminuía la velocidad. Sin embargo, le pareció que el otro aceleraba. Asustado, se cambió al carril contrario y buscó un lateral. Siguió echando las luces, con la esperanza de que fuera un conductor despistado o que se hubiera dormido. Al momento, el otro coche volvió a su carril quedando enfrentado y acercándose más rápido.
-¿Pero qué hace ese hijo puta?-.
Ya no oía la música y las manos le temblaban en el volante. Comenzó a sudar. Giró volviendo a su carril y de nuevo el coche de enfrente se cambió. Entonces se sujetó con fuerza y clavó los frenos. El coche emitió un chillido horrible. Se le clavó en la carne el cinturón de seguridad. El móvil, sus ropas y la lata de coca cola salieron disparados hacia delante. Las narices se le inundaron del olor a goma quemada y del acre sudor que despedía su cuerpo.
Quedó semi cruzado en su carril mientras el otro coche se le echaba encima. Su mano derecha buscó el botón del cinturón de seguridad. Los faros ya le cegaban. Consiguió liberarse y embistió su puerta mientras buscaba la manilla. Rodó fuera, dando varias vueltas en el suelo golpeándose la cabeza y magullándose el hombro al mismo tiempo que la velocidad golpeaba su rostro y escuchaba un horroroso ruido que le traspasaba los tímpanos. Alfredo se quedó en el suelo en posición fetal chillando de pánico, mientras una lluvia de cristales y trozos de metal y plástico le caían encima. Oyó ruido de hierros resbalando por el asfalto. Sólo quedó en el ambiente el sonido del siniestro.
Se incorporó poco a poco apoyándose en una mano, y se dio cuenta de que se había meado. El suelo estaba plagado de cristales redondos y cortantes. Lloraba, y ligeros temblores le recorrían el cuerpo. Tenía la ropa rota por varios sitios. Había perdido el zapato izquierdo. Notaba algo caliente que le corría por una mejilla. Se tocó la cabeza y se dio cuenta de que era sangre, aunque no le dolía nada. Se limpió la mano en el costado de su pantalón. Tosió varias veces, pues tenía polvo en las narices. Notó leves punzadas en el costado izquierdo. Sintió frío.
De pronto, escuchó un grito. Provenía del otro coche. Se había quedado en un lado de la cuneta sobre las cuatro ruedas, con el frontal destrozado. Había comenzado a arder por la parte de atrás. Desvió la vista hacia su coche, que estaba cruzado en medio de la carretera. Otro grito le sacó de su ensimismamiento. Con un gesto de dolor, se acercó cojeando a pequeños pero rápidos saltos. Unos pinchazos agudos le atravesaban la rodilla derecha.
Al final llegó a la altura de lo que había sido la puerta del conductor, que ahora era un hueco deforme. Se asomó al interior y pudo ver a una mujer con la cara llena de sangre. Debía de haber agarrado muy fuerte el volante y con la colisión se le habían roto los brazos. Se echó encima de ella para intentar desabrochar el cinturón de seguridad. De pronto, sintió un calor enorme en su mejilla derecha. Volvió la cabeza y vio cómo enormes llamas ya habían entrado en los asientos traseros. Instintivamente saltó hacia atrás y un calambre inmovilizó todo su cuerpo. 
-No me dejes, asesino cabrón, suéltame, suéltame- le gritó la mujer, mirándole con ojos desorbitados de miedo y odio.
Alfredo casi cayéndose intentaba asimilar lo que le estaba diciendo esa mujer. Miró fijamente el cuadro que tenía ante sus ojos. Notó una vaharada de aire caliente que provenía del coche.
-Suéltame, asesino, asesino, suéltame. Asesino, asesino.
De nuevo le martillearon las palabras de la mujer en sus oídos. Algo se quebró en su mente. Alfredo se cogió con las dos manos la cabeza, cerró los ojos, tensó los brazos y lanzó un grito animal. Se dio la vuelta y marchó cojeando hacia su coche. Chocó con él a los pocos metros, se giró y apoyó la espalda. Se dejó caer hasta quedar sentado en el suelo con los codos apoyados en las rodillas. Imágenes repentinas atacaron su razón. Y se vio a sí mismo gritando al aire, babeando y pisando el acelerador a fondo; cambiándose de carril riendo salvajemente; dando botes en el asiento, apoyándose en el volante; insultando y odiando al coche que tenía enfrente; apuntando su frustración en aquel ser de ojos brillantes que se le acercaba; y saltando de su asiento con su cuerpo tenso de placer para evitar la colisión final. Y se vio ahora, tirado en el suelo llorando, mientras los gritos desgarradores de la mujer le decían que las llamas comenzaban a alcanzarla.