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lunes, 22 de octubre de 2012

Cuando Sueño


- ¿Se puede fumar? - pregunté tímidamente, convencido de tener esa mirada que oscila entre la picaresca y la timidez, tantas veces practicada y perfeccionada durante mi niñez, cada vez que deseaba conseguir cualquier cosa que se me antojase inalcanzable.
- No, señor López, no se puede. - fué la respuesta que obtuve del doctor Gómez, un hombre bajito, calvo, de unos cuarenta y pocos años que siempre iba enfundado en su impoluta bata blanca y con aquellas gafas de armazón redondo, grande y dorado. - Además, debo recordarle que usted no fuma.
-¿No? Que raro. - dije mientras intentaba rescatar de entre mis recuerdos una mínima pista que me permitiese rebatir aquella afirmación. Intento fallido.
- Cuénteme qué es lo que le preocupa.
- Anoche volví a tener ese sueño, - mi voz, de pronto, sonaba nerviosa, casi rota – ya sabe cual, el de las armas, las bombas y la sangre.
- Continúe. - dijo sin emoción alguna, sin levantar la vista de su maldita libreta de apuntes y muy probablemente, sin ningún tipo de interés. Pero para eso le pagaba, para escuchar mis problemas, mis preocupaciones, mis emociones, sin necesidad de implicarse o sentir empatía. Solo escuchar, que a fin de cuentas, fue lo que hizo.
Durante algo más de cuarenta y cinco minutos, según el reloj de pared que adornaba en solitario una amplia y blanca pared del despacho, describí con la mayor cantidad de detalles que pude, el horror y el asco que produjo en mí la pesadilla de la noche anterior. La sangre que brotaba a mi paso, entre las lúgubres calles de una ciudad decadente y sucia. Personas cayendo sin vida bajo el estruendo de cañones sostenidos por mis manos, o los trozos de carne, visceras y metralla, esparcidos por doquier, efecto de la onda expansiva de una bomba casera. Describí los rostros desfigurados, los cuerpos con alguna extremidad amputada o carentes de todas ellas, los ojos apagados y aquella risa que retumbaba por todos lados, como amplificada en un equipo de alta fidelidad. Mi risa. Aún allí, en la consulta del doctor Gómez, podía percibir la mezcla de olores entre carne quemada y pólvora.
Los minutos transcurrieron cruelmente despacio, convirtiendo aquella exposición de la pesadilla en un suplicio y ni aún así, la persona que se hallaba a un escaso metro de mí, fué capaz de generar un solo sonido o movimiento que le delatase como humano. Hasta que terminé de narrar la tragedia que me atormentaba y decidió tomar parte en la historia.
- Veamos, Señor López, - empezó mientras iba pasando las hojas de una carpeta, hasta dar con lo que buscaba – si, aquí está. Según el informe de la policía, el veintinueve de marzo de éste año, exactamente a las diez y siete minutos de la mañana de aquél jueves, usted entró en un centro comercial, sacó un arma del calibre treinta y ocho y disparó sin detenerse siquiera a apuntar. Recargó dos veces el arma, vaciando los tres cargadores en la distancia que va desde la entrada principal, hasta la tercera salida de emergencia. El resultado fue de trece muertos y siete heridos, dos de ellos graves. Desde allí se dirigió en coche hasta la casa de Isabel Martínez y Alberto Ibañez, sus suegros, a los que mató a sangre fría con un cuchillo de su propia cocina. Ésto sucedía tan solo 29 minutos después de haber abandonado el centro comercial. Los cadáveres fueron hallados aproximadamente dos horas más tarde. Pero su “ópera prima” estaba aún por llegar. A las catorce horas y quince minutos, es decir, en plena hora punta, un artefacto de fabricación casera y programado por usted, hizo explosión en el andén más concurrido del metro de la ciudad ¿resultado? setenta y cuatro muertos y más de doscientos heridos. Le detuvieron en su casa, mientras buscaba a su mujer y a sus hijos que, afortunadamente, habían salido temprano porque una amiga de la familia les llamó para invitarles a pasar el día en el campo. Así que no, yo no lo llamaría un sueño ¿alguna pregunta?
- ¿Quería matar a mi mujer y a mis hijos? - murmuré atónito – ¡No puede ser! ¡Yo les quiero!
- Señor López, - me respondió – cada vez que usted sueña, algo o alguien muere. Está todo en los informes.
- No entiendo nada, doctor.
- Se ha pasado toda la vida yendo de psiquiatra en psiquiatra por culpa de esos sueños y sus consecuencias. - extrajo un par de cigarrillos del bolsillo de su bata, encendió ambos y me ofreció uno a la vez que me guiñaba un ojo – Rompamos las reglas, solo por hoy.
- Gracias. - alcancé a decir al tiempo que aceptaba el pitillo. No sabía muy bien como encajar todo aquello.
- Parece que sufre una especie de amnesia selectiva, la cual le impide recordar ciertos sucesos desagradables de su vida. Por ejemplo, en el primer informe de su historial, se recoje una escena bastante grotesca en la cual se vió implicado el gato de su vecina. Por supuesto, la noche anterior, usted, con tan solo nueve años, había pasado una noche de terribles pesadillas, según el testimonio de su madre.
Dió una larga calada, otorgando unos segundos de silencio para que mi mente pudiese asimilar los la información, o al menos eso me pareció.
- Hay muchas historias parecidas en éstos informes. - continuó – Una novia que se libró por los pelos, pero que se llevó de recuerdo algunos golpes. Un amigo desaparecido, aunque nadie pudo jamás probar su implicación. Constan denuncias por agredir a mendigos, maltrato animal, en muchos casos con resultado de muerte e incluso se le acusó de prácticas de ritos satánicos. La lista, créame, es muy larga y muchos casos son realmente estremecedores.
No me encontraba demasiado bien, sentía el estómago un poco revuelto y lo único que deseaba era irme a casa, poder descansar. Pero el doctor Gómez no parecía dispuesto a ponérmelo fácil y siguió con su exposición.
- Todo acto que se le atribuye, de alguna manera, está relacionado con esos sueños ¿por qué? aún no lo sabemos. Pudiera ser un desdoblamiento de la personalidad, esquizofrenia paranoide, locura temporal ¿quién sabe?
- Doctor ¿cuándo podré irme? - pregunté con angustia.
- ¿Irse? - dijo con irritante ironía – Usted no abandonará ésta institución mental jamás, señor López. Usted es un paciente que nos ilusiona, que nos trae nuevos retos, que desafía nuestros métodos. No, no se irá nunca de aquí, es nuestro nuevo conejillo de indias y somos muy celosos con nuestros juguetes nuevos.
- Doctor, hay una cosa que aún no le he contado de mi sueño de anoche. - dije con odio, con el desprecio que empezaba a sentir por el individuo que se hallaba a unos pocos centímetros de mi, que me desafiaba con su bata blanca y sus ridículas gafas – No le he dicho que al final del sueño, hubo una última víctima, a la que torturaba y destripaba de la peor manera posible. Esa persona, doctor, era usted.
Y ví con satisfacción como el rostro de aquél hombrecillo, tan seguro y endiosado de sí mismo, palidecía y se contraía de miedo, cómo su cuerpo temblaba ante la idea de que, como en anteriores ocasiones, todo lo que sucede cuando sueño pueda convertirse en realidad.